Un pacto



Un pacto para vivir 
odiándonos sol a sol 
revolviendo más 
en los restos de un amor 
con un camino recto 
a la desesperación 

Desenlacé en un cuento de terror 
Seis años así 
escapando a un mismo lugar 
con mi fantasía 
buscando otro cuerpo 
otra voz 
fui consumiendo infiernos 
para salir de vos 
Intoxicado, loco y sin humor 

Si hoy te tuviera aquí 
cuando hago esta canción 
me sentiría raro
no tengo sueño 
mi panza vibra 
tuve un golpe energético 
milagro y resurrección 
y eso que estaba tieso 
bajo control 

El poder siempre mata 
si para tenerte aquí 
habría que maltratarte 
no puedo hacerlo 
sos mi Dios 
te veo me sonrojo y tiemblo 
que idiota te hace el amor 
y hoy quiero darle rienda 
a esta superstición 
un pacto para vivir 
un pacto para vivir 
un pacto para vivir.


Un pacto, de León Gieco

¡Treinta años ya!



LA ÚLTIMA CENA DE MONSEÑOR ROMERO, UN MÁRTIR INCÓMODO
En el treinta aniversario de su martirio
BRAULIO HERNÁNDEZ MARTÍNEZ, brauhm@gmail.com
TRES CANTOS (MADRID).

ECLESALIA, 23/03/10.- “¡Y dígales a los padres de la UCA que lo que monseñor dijo ayer en la homilía es un delito!”, advirtió, amenazante, el oficial militar a la persona que había ido por la mañana a recoger el parte sobre los incidentes de la toma de la UCA por la policía nacional. Era lunes, 24 de marzo de 1980. Monseñor Romero amaneció con su sotana blanca. Cuando se vestía de blanco, las hermanas del hospitalito, donde vivía, sabían que él iba a salir hacia el mar. “A saber a dónde va…”, “A saber qué tiene por ahí…”, le decían las hermanas, tomándole el pelo. “Llévenos, monseñor…”, le suplicó otra, en son de broma. “A donde yo voy, ustedes no pueden ir…”, respondió, mientras tomaba un bocado.

Ese lunes, 24 de marzo, monseñor dijo su misa matutina. Después de desayunar se dio una vuelta por el arzobispado. Y, con un grupo de sacerdotes, partió hacia el mar. Llevaban, para reflexionar, un documento papal, sobre el sacerdocio. Comieron, haciéndose bromas, a la sombra de los cocoteros. Regresaron antes de las tres de la tarde. Monseñor tenía una misa en el hospitalito a las seis. Se duchó, atendió a una visita y después fue a visitar a su médico para que le mirara los oídos. A las cuatro y treinta, se dirigió a Santa Tecla, a la casa de los jesuitas, para ver a su confesor: “Vengo, padre, porque quiero estar limpio delante de Dios”. A las seis y veintiséis (“él cenaba habitualmente a las seis y media”), monseñor Romero caía, asesinado, en el altar, en el ofertorio de la misa. Como santo Thomas Beckett. “Monseñor Romero: un mártir del siglo XX. Asesinado por predicar el evangelio” recogía, en la portada, el ABC de Sevilla (27/03/1980).

Sin embargo, cuenta el periodista Juan Arias, en el primer viaje de Juan Pablo II a América latina, el Papa Wojtyla se irritó con él porque le mencionó el martirio de monseñor Romero. “Eso aún había que probarlo”, le cortó el pontífice. En el mundo Romano, monseñor Romero no tenía muchos forofos. Entre sus amigos, estaban el padre Arrupe, General de los jesuitas, y el cardenal argentino Eduardo Pironio (amigo, y confidente, del malogrado Juan Pablo I). Juan Pablo II condenó el asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero como “un crimen execrable”. Pero se refirió al arzobispo salvadoreño como ‘celoso pastor’, nunca lo elogiaba como mártir, escribe el sacerdote Jesús López Sáez en “El día de la cuenta” (comayala.es).

Un mes antes de morir asesinado, monseñor Romero había denunciado, el 24 de febrero, una nueva amenaza de muerte. “Desde 1979, cuando se dirigía en su ‘jeep’ a los cantones, empezaron a cachear su automóvil -y también a él, con los brazos en alto, como si fuera un subversivo- por las fuerzas de seguridad”. Hasta que “acallaron su voz para no tener que oír la llamada a la conversión”, escribe el P. Jesús Delgado: “Óscar A. Romero. Biografía”, UCA Editores.

Treinta años después, “San Romero de América” no tiene sitio en el Santoral oficial. Pero su nombre figura inscrito en el Martirologio latinoamericano, el “rincón de la Memoria de los Mártires de América”, se lee en el “calendario litúrgico” de Koinonía. Son cientos, entre sacerdotes, religiosas, religiosos, diáconos, seminaristas, catequistas, campesinos,… víctimas de las dictaduras latinoamericanas (de derechas). Entre ellos Ignacio Ellacuría, asesinado en 1989 junto a cinco jesuitas (cuatro españoles) y dos mujeres. Pero “no son el modelo de santos que promueve el Vaticano”. Ellacuría y Jon Sobrino, jesuitas vascos, tuvieron mucho que ver en la conversión de Romero.

Óscar Romero, aunque “siempre samaritano”, era un sacerdote de perfil conservador, defensor de la pastoral sacramentalista, de la piedad personal, y de la pureza del magisterio. Su receta, más piedad y oración, y menos cantos de protesta social, chocaba con la praxis de los sacerdotes más jóvenes, especialmente los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA). Ellos eran el blanco de los ataques de su pluma; primero en San Miguel. Y después, siendo obispo auxiliar, cuando el arzobispo (como mal menor) lo puso al frente de Orientación, semanario de información religiosa. Su falta de sintonía con la línea pastoral de la archidiócesis (especialmente con el otro obispo auxiliar, A. Rivera Damas, “cien por cien medellinista”), llevó a Romero a dejar de asistir a las reuniones del clero. El arzobispo, Chávez y González, sabedor de que Romero hacía piña con el nuncio, tuvo que consentir aquellas ausencias.

Cuando fue nombrado obispo titular de la diócesis de Santiago de María, monseñor Romero tuvo que hacer frente a un experimento piloto de pastoral popular, “Los Naranjos”, juzgado como peligroso por el Gobierno. Nacido del espíritu de Medellín, era “una experiencia de evangelización, adaptada al campesinado, donde se impartía la palabra de Dios en clave de concienciación política, para un pueblo oprimido, sin voz”. Monseñor Romero, lo canceló, temporalmente, comprometiéndose a estudiarlo. Tras corregir algún exceso en la interpretación del Documento de Medellín, propuso implantarlo en cada parroquia, bajo la supervisión de los párrocos y del obispo. Romero empezaba a abrirse al espíritu de Medellín (origen de la Teología de la Liberación). Años después, en una carta a Juan Pablo II, le escribirá: “Creo en conciencia que Dios pide una fuerza pastoral en contraste con las inclinaciones ‘conservadoras’ que me son tan propias, según mi temperamento”.

En junio de 1975, un mes muy sangriento, un grupo de campesinos que regresaban de una celebración litúrgica, fue ametrallado, premeditadamente, por la Guardia Nacional en el cantón Las tres Calles. El gobierno lo justificó, alegando que portaban armas subversivas. Sus únicas armas eran sus biblias. Monseñor Romero consoló a los familiares de las víctimas; pero no condenó públicamente la masacre, desoyendo el clamor popular. Se limitó a enviar una carta de queja al presidente Molina, su amigo. El funeral derivó en un acto de protesta.

Su tibia reacción en la condena, hizo creer al Gobierno (y a la oligarquía que lo sustentaba) que Romero era un obispo a su medida, que no interfería en sus cruzadas contra la subversiva pastoral medellinista (a la que acusaban de marxista). De forma unánime –cuando llegó la jubilación del arzobispo Chávez– el Gobierno, y las clases influyentes y adineradas, dieron su aprobación al nuncio cuando éste, que había apostado por Romero, les pidió su opinión para nombrarlo como arzobispo de la capital. Lo “natural” hubiera sido nombrar sucesor al otro auxiliar, A. Rivera Damas, con mucha más antigüedad, y que aseguraba la continuación de la línea pastoral de la archidiócesis. El problema del nuncio fue convencer al sector más influyente del clero para que arroparan al nuevo arzobispo (tan crítico con la pastoral archidiocesana cuando estuvo de auxiliar). Para el grueso del clero, la noticia del nombramiento de Romero, el 3 de febrero de 1977, fue una mala noticia.

Sólo 20 días después de tomar posesión, asesinaban, el 12 de marzo de 1977, al jesuita Rutilio Grande, y a dos campesinos colaboradores, que venían de celebrar un matrimonio. El asesinato de su amigo Rutilio (había sido el maestro de ceremonias en su consagración episcopal) provocó en el arzobispo Romero un milagro. Como el ciego de nacimiento, en la piscina de Siloé, monseñor Romero pudo confesar (para escándalo de algunos): “Rutilio me ha abierto los ojos”.

Para reprobar aquel vil asesinato, que afectaba a todos los católicos, los sacerdotes, religiosos y religiosas decidieron, en asamblea, no tomar parte en los actos públicos del Gobierno (hasta que éste no aclarase aquel asesinato) y convocar a una gran misa en la catedral, única para toda la archidiócesis: eximiendo de la misa dominical en las parroquias. “Dejaban, por supuesto, la decisión final en manos de su arzobispo”. Monseñor Romero decidió sumarse: era la oportunidad para sellar la unidad del clero. Pero tenía que informarle al nuncio. Y “recibió de éste una dura reprimenda”. Sus amigos católicos de la alta sociedad también intentaron disuadirlo. Ante su firme decisión, protestaron por verse privados del cumplimiento del precepto dominical. La eucaristía reunió a casi 100.000 salvadoreños, llegados de todos los rincones del país. El nuncio, para no verse comprometido, se ausentó a Guatemala. Monseñor Romero había optado, en conciencia, por estar al lado de sus curas, y del pueblo sin voz, antes que agradar al nuncio y a los poderosos.

Quienes le habían dado su apoyo, sin reservas, el 3 de febrero de 1977, ahora se sentían defraudados. “Nos hemos equivocado”, lamentaban. El 10 de mayo de 1977 -en la misa funeral por un ministro del gobierno asesinado-, en la misma catedral empezaron a escucharse “cuchicheos de muerte”, más sonoros entre las damas católicas: “Ay, que Dios me perdone, pero ¡yo deseo la muerte de ese obispo!”…

A Roma empezaron a llegar “informes”, de algunos obispos compañeros. Y Roma enviaba a Romero “visitadores apostólicos”. Monseñor Romero decidió viajar a Roma, para aclarar malentendidos y desmontar maquinaciones. “¡Ánimo!, no todos comprenden, pero no desfallezca”, “Usted es el que manda”, le consolaba Pablo VI. Un apoyo que, en la Prefectura para los Obispos, se diluía, transmutándose en duras reprimendas. Romero palpó la incompatibilidad de la diplomacia vaticana con la verdad evangélica. “Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo”, escribe el obispo Pedro Casaldáliga en su poema “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro”.

Su primer encuentro con Juan Pablo II, en mayo de 1979, fue desolador. “Compañeros y gentes malintencionadas le habían entregado al Papa informes muy negativos” sobre Romero. Él le llevaba un dossier con las sistemáticas violaciones de derechos humanos en su país, algunos muy calientes, como la matanza del sacerdote Octavio Ortiz y de cuatro jóvenes menores de 15 años, en el recinto “Despertar”, en un cursillo de iniciación cristiana. Tras días de espera, Juan Pablo II le concedió una breve audiencia: “No me traiga muchas hojas, que no tengo tiempo de leerlas... Y además, procure ir de acuerdo con el gobierno”. Romero, se cuenta, salió llorando: “El papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia”.

El 1 de diciembre de 1979 (le quedaban menos de cuatro meses de vida), monseñor Romero fue homenajeado en su antigua diócesis, Santiago de María. En uno de los actos programados para ese día, sacerdotes y amigos suyos le tenían preparado una sorpresa. El acto consistió en una escenificación teatral: el martirio de santo Tomás Moro.

En enero de 1980, monseñor Romero tuvo su segundo encuentro con Juan Pablo II, mucho más cálido. El papa lo recibió enseguida y le felicitó por su defensa de la justicia social, pero advirtiéndole de los peligros de un marxismo incrustado en el pueblo cristiano. Romero, “con su habitual espíritu de obediencia, le respondió que el anticomunismo de las derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo”. Ya lo había denunciado, el 15 de septiembre de 1978: “Hay un ‘ateísmo’ más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo de capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”.

Las palabras que monseñor Romero pronunció el domingo 23 de marzo de 1980 en la catedral -“no matarás”, “¡les suplico, les ordeno en nombre de Dios, que cese la represión, que no obedezcan si les ordenan matar!”-, el gobierno las calificó de “subversivas”: una provocación. Ese día, durante la comida, monseñor “se quitó los anteojos, cosa que nunca hacía, y permaneció en silencio… Eugenia, mi mujer, que estaba a su lado en la mesa, se quedó sobresaltada por la mirada larga y profunda que le dirigió… Lágrimas brotaron de sus ojos. Lupita le reprendió: ‘qué eran esas cosas de estar llorando’. Fue un almuerzo triste, desconcertante. De repente, monseñor repasó, uno a uno, a todos sus buenos amigos, sacerdotes y laicos”. Doce años antes, apunta el P. Jesús Delgado, monseñor Romero, en unas meditaciones sobre la muerte, había escrito en un cuaderno estas palabras, proféticas, del Apocalipsis (3,20): “Y cenaré con él”.

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

Soy Gumi y voy a cumplir medio año de vida


     Aprovechando la llegada de la primavera, que San José es su portero natural, nos fuimos al campo. Nos recibieron muy bien, que ya es habitual. Retocé por mi pueblo natal, y disfruté de una libertad que apenas estrenaba.

     Íbamos, aparte de los animales irracionales de dos patas, por orden alfabético: Berto, Lina, Mica, Moli y un servidor de ustedes, Gumi.
     Próximo a cumplir el medio año, demostré docilidad inusual, que esas no son maneras  habituales mías, más dado a morder cualquier cosa y deshacer almohadas, que su relleno me apasiona. Palabra que no mordí nada, que dejé las plantas y las piedras tal cual estaban, podéis ir y comprobarlo. Y si por casualidad descubrís algún desperfecto, no fui yo, sería Lina, que es una mosquita muerta y parece que nunca rompe un plato.
     Sí extrañé olores que eran nuevos, porque en el pinar donde habitualmente paseo las cosas tienen otros aromas. En el monte todo es un poco más salvaje.
     Berto, mi padre, siempre estuvo a su bola, y eso que tenía puesto el collar de marras, con el que intentan vanamente mis amos tenerlo algo sujeto. Pero, quiá, ni por ésas, no hay manera de tenerlo a raya.
     Esa cosa grande y blanca es Mica, una seter dominantona, que no me dejó ni por un momenteo morderla las orejas, y eso que las tiene casi tan largas como yo. La muy soberbia, ¿qué se creerá?

     De mis amos sólo os ofrezco las piernas y las espaldas, que este post es sólo mío. Y a la Moli la pongo de pasada, que esta vez corrí tras la jovenzuela de patas largas y melena al viento. Digo yo que si tendría celos de mí, porque me tiró más de un bocado, claro que sin conseguir pescarme.
     Eso que se ve ahí ni es camino ni es arroyo; son las dos cosas, y me tuve que mojar para poder pasar, y de veras que no me hizo gracia, que estaba el agua muy fría. ¡Claro, ahí nace el río Bajoz!
     Una apuesta para los listillos y también para las listillas: ¿Quién de los dos soy yo? Se admiten propuestas y porfías.

San José bendito



     En los tiempos en que yo era un infante era costumbre en mi ciudad que cada hogar estuviera dedicado (o consagrado) al Sagrado Corazón de Jesús, devoción universalmente aceptada por la inmensa mayoría de la población vallisoletana a la que personalmente tenía acceso.

      O bien en la puerta de entrada, con un medallón sujeto justo por debajo de la mirilla, o bien en el salón principal de la casa, ya fuera cuarto de estar ya sala de visitas (o comedor bueno), no conozco familia que no tuviera un Corazón de Jesús entronizado.


      Salvo en mi casa, que estaba San José.


      Vedle aquí.
      Más de una vez, aprovechando la primavera brotando, coloqué en su mano derecha una vara de almendro reventona de flores blancas.

     Esta imagen no es la original de mi familia, que ahora no tengo tiempo de ponerla. Es una tomada de http://www.caminando-con-jesus.org/sanjose/imagenesjose.htm, que en internet hay de todo.

      La mía no tiene azucenas, como en ésta, sino una simple vara, más bordón de caminante que ramillete de flores.


               Si puedo, esta tarde voy y la pongo.



      He podido hacerlo y aquí está, flanqueados el santo padre y su santo hijo por los dos pibes de la casa con el mismo traje de primera comunión, aunque con unos años entre medias. Que conste que yo soy el peque, y estoy tal que a la izquierda según se mira.




Un ramillete de violetas y otro de narcisos


     Rosario es extremeña. Lleva ni se sabe en estas tierras castellanas, pero no ha perdido ni su acento ni sus maneras.

     Por azares de la vida, vino a parar a esta parte de la ciudad, después de ser por muchos años vecina del entrañable, popular y populoso barrio de Delicias, y puso sus reales justo al lado de la iglesia.

     Como no la he dicho nada, tampoco la he pedido permiso, no digo más sobre ella.

     El caso es que un buen día se trajo de Guadalupe tiernas plantas de violetas ("de la orilla de un arroyo, que allí había muchas, cogí un puñao y las metí en una bolsa de plástico"), y las plantó en su jardín familiar.

     Hoy, durante la comida, a la hora en que menos gente transita por la calle, Rosario se ha presentado en mi casa con un ramo de violetas para que lo pusiera en la iglesia. "Ponlo donde te parezca", me ha dicho.
 
     Tal cual lo traía así lo he puesto. No soy yo quien para alterar lo que con cariño y también con humildad es presentado como ofrenda.

     Así que ahí está, el ramito de violetas, oriundas de Extremadura, pero arraigadas ya en Castilla. Ella lo trajo en un tarro de mermelada. ¿Deberían ponerse en recipiente más lustroso? Aquí no vale aquello de "quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur",
(Sanctus Thomas Aquinas simpliciter dixit: “cualquier cosa que se recibe está en el recipiente al modo del mismo recipiente”); sino que el recipiente se dignifica y engrandece con aquello que recibe. Y las fragantes violentas, embellecen y llenan de irisaciones cristalinas el sencillo cristal del tarro, añadiéndole aromas que nunca soñó disfrutar cuando lo concibieron en una cadena de la industria alimentaria.

     Todavía estaba editando esta entrada cuando llega Ángeles con un ramo de narcisos. Ella nació en Palencia, pero ya es de aquí, porque se lo ha ganado con toda su vida enterrada en este barrio de Las Villas.

     Las flores que trae también son de su jardín, pero a buen seguro que sus ancestros brotaron y florecieron en algún prado fresco de la montaña palentina, que allí los he visto yo iluminar por millares de amarillo el verde de los pastizales de heno.

     No venían en vasija, así que les hemos endosado un florero. Y aquí estarán, alimentándose del agua, siquiera unos días; no durarán como los del valle, pero serán admirados por muchos más. Es lo que tiene este escenario tan solemne que se han ganado.

     Y así, entre violetas y narcisos, hemos escuchado durante la Eucaristía el bello poema del profeta Ezequiel, cuyo párrafo final dice así: “A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Y sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de medicina.” (Profecía de Ezequiel 47, 12)

Oración fúnebre, no. Homilía

     Mira que soy yo poco dado a estas cosas, pero Félix López Zarzuelo (el Zarzu) ha estado a la altura, y se ha despachado en el funeral y despedida de Don Miguel Delibes de modo notable. Yo le pongo nota alta.

     Una homilía, en un entierro o en donde sea, no ha de pretender vencer ni convencer, porque ni es argumento ni mucho menos arma (mento). (Esto último, seguro que estaría mejor dicho al revés, pero así me suena bien).

     Don Félix L. Zarzuelo, que fue también profesor universitario, y que seguro que compartió en algún momento con Don Miguel asiento en claustros y paraninfos, ayer se mostró cercano, familiar, vecino, aprendiz, lector, paisano, erudito, maestro y… pastor.

     Y es que tener en la propia grey ovejas de la talla de Delibes, no sólo le sube a uno la bilirrubina, sino también el colesterol bueno y hasta el recuento leucocitario.

     Por eso se me ha ocurrido colgar aquí las palabras textuales de la homilía dichas en el funeral, para que también se lean allende las fronteras provinciales.
    «Sacerdotes concelebrantes, Sras. ministras Vicepresidenta y de Cultura, Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades regionales y locales familia de Miguel Delibes y amigos todos:


     Una vez más este misterio inefable del ser humano, que nos maravilla y asombra cuando nace, que nos aflige y sobrecoge cuando muere, nos ha convocado a todos en esta Catedral. Algunos –vosotros, los hijos, los hermanos, los nietos, la familia entera-, íntimos y cercanos, unidos a la vida de Miguel Delibes, como viven las ramas enlazadas al tronco del árbol. Otros, los más, compañeros y amigos, discípulos y lectores siempre de sus obras, queremos compartir con vosotros el dolor y la esperanza. Y todos juntos, creyentes y esperanzados, arropando con nuestra plegaria a esta persona tan excepcional, para que, en este trance de su llegada al más allá, se encuentre con los brazos acogedores del Dios de Jesús de Nazaret, ante el cual querríamos vivirnos como hijos e invocarle en este instante como Padre.


     Esta es una convocatoria para el dolor. Aunque la muerte suceda en una edad avanzada, siempre llega pronto y abre en nuestras carnes una herida con sangre. Duele y mucho no ver ya esos ojos que se cruzaban con nuestra mirada, no escuchar ese timbre de voz que acariciaba nuestros oídos, no poder estrechar ya sus manos entre las nuestras, ver vacío ese sillón de casa en que él descansaba, no cruzarnos con él paseando por la Acera Recoletos o el Campo Grande. Lo que nosotros queremos deciros es que en esa aflicción no estáis solos. Todos los aquí presentes estamos a vuestro lado. Hemos venido aquí como acudió Jesús de Nazaret a Betania, cuando murió su amigo Lázaro: para estar cerca de sus hermanas, Marta y María, acompañarlas en su aflicción y confortarlas en su esperanza. Nuestro pésame no es una fórmula fría, huera y protocolaria; nace de lo hondo de nuestro espíritu: “algo se muere en el alma cuando un amigo se va”. No sólo Valladolid que tiene en él a su novelista más emblemático, “mi ciudad” como dice en la dedicatoria de su última novela, sino España entera, y la ancha comunidad de los hispanohablantes, lloran hoy la muerte de uno de sus más grandes escritores. Nos gustaría que llegarais a sentir esta condolencia nuestra como se siente en el cuerpo un cambio agradable de temperatura.


     Para que esta celebración eucarística se realice como la última cena de Jesús, debe estar llena de acción de gracias. Gratitud dirigida al Altísimo, manantial del que brotan todos los bienes y valores que han presidido la vida de este egregio escritor con toda razón, y por tantos organismos, galardonado. Y agradecimiento también a Miguel Delibes, que deseamos transmitir a vosotros, a vuestra familia, porque tenemos contraída con vuestro padre una deuda impagable. Suyo es el mérito de haber sido maestro de periodistas, figura brillante de la narrativa del siglo XX, con justicia galardonado con los premios más altos: desde el Nadal, fruto primaveral, hasta el Cervantes, el Príncipe de Asturias, El Nacional de Literatura.


     A Miguel Delibes le debemos no sólo su seguro y preciso dominio del idioma, su facilidad para retratar tipos y ambientes, sino el haber puesto esos talentos al servicio de la verdad y del bien, el haber sido encarnación, sin arrogancias ni alardes, del humanismo cristiano: su preocupación por el mundo de los niños (El príncipe destronado), el crecimiento de los adolescentes (El camino), la soledad de algunos jubilados (La hoja roja), la promoción de la mujer (Cinco horas con Mario), la familia (Mi idolatrado hijo Sisí), su clara simpatía por los débiles (Los santos inocentes), la sabiduría recóndita en el mundo rural (El disputado voto del señor Cayo), la salvación de este planeta azul en que vivimos, ya muy amenazado y envilecido por un abuso egoísta de lo creado (Un mundo que agoniza), la concordia con los que piensan de manera diferente a la nuestra (El hereje).


     A Miguel Delibes le debemos, frente al silencio y el olvido de lo esencial, el recuerdo de la dimensión trascendente del hombre, su relación amorosa con Dios, su exigencia de respetar la más pequeña brizna de vida, su reiterada condena del aborto.


     A Miguel Delibes le debemos su fe, nunca puesta en cuestión. Suyas son estas palabras: “He conservado toda mi vida las enseñanzas religiosas que recibí de niño y con los años han resurgido como un rescoldo amortiguado… Ante la muerte es muy importante y de gran consuelo tener un sentido de esperanza y pensar que no todo termina en la corrupción del sepulcro... A mis años –los últimos de mi vida- yo sólo espero y deseo encontrarme con Cristo en el recodo del camino”. Cuando ha llegado la hora del ocaso, del atardecer de su existencia terrena, ha podido decir como el padre de Jorge Manrique: “Y consiento en mi morir / con voluntad placentera / clara y pura, / que querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera / es locura”. O como su homónimo del siglo XVII, también hijo predilecto de Valladolid, dice al relatar la muerte de Alonso Quijano: «¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres… Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño».


     En sintonía con su estilo, el más exquisito respeto por otras visiones de la realidad, desde el pesimismo de algunos epitafios medievales: pulvis, cinis, nihil (polvo, ceniza, nada), pasando por el nublado horizonte de Nikos Kazantzakis: “Llega la hora del atardecer, dejo caer la persiana, recojo las herramientas, me despido del trabajo, me echo a dormir, ya no despertaré”. Miguel Delibes no piensa que el hombre sea un náufrago que, rotas las velas de su nave, arriba a una isla desierta, donde no hay nadie. Más bien piensa que unos brazos amorosos nos acogen cuando nacemos, y unas manos de ternura nos reciben cuando morimos. Lo cual no es negar el lado oscuro de la muerte: por supuesto que el cuerpo se convertirá en el sepulcro en polvo, pero con la variante de Quevedo: “serán ceniza, más tendrá sentido, polvo serán, mas polvo enamorado”. O como dice Benedicto XVI: “La oración del cristiano no es el “Dies irae”, el día de la cólera, sino el Maranatha, “Ven, Señor, no tardes”.


     A Miguel Delibes, en esta hora crucial, no le sigue la soledad ni el vacío: le acompañan sus buenas obras, como dice el libro del Apocalipsis; la buenas obras de misericordia, que hemos escuchado en las páginas del evangelista San Mateo.»
* * *

     Y aprovechando la tacada, pongo aquí estas dos cosas, tal que fueran el postre de este pequeño almuerzo, dos pequeñas guindas plenas de cariño, sentimiento, nostalgia y esperanza.

Don Miguel Delibes y su bicicleta




«- Bueno, vamos allá.

Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encaramarme en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceó cuando me alejaba:

- Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.

Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre las piernas. En la esquina del jardín doblé con cierta inseguridad, y, al llegar al fondo, volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desde donde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros un diálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cada vuelta:

- ¿Qué tal marchas?

- Bien.

- ¡No mires a la rueda! Los ojos siempre adelante!

Pero la llanta delantera me atraía como un imán y había de esforzarme para no mirarla…»


«De adolescente, cuando me lamentaba ante mis amigos de los procedimientos didácticos de mi padre, ellos decían que esa era la educación francesa y que la educación francesa estaba muy bien. Que ellos no sabían nadar, ni montar en bicicleta, ni distinguir un cuco de un arrendajo porque no habían recibido educación francesa y que era un atraso…»


«… En la ciudad, el deporte de las dos ruedas, sobre el ejercicio en sí, encerraba para un niño un singular atractivo: no dejarse cazar. Nos lanzábamos a tumba abierta en cuanto divisábamos un agente, doblábamos las esquinas como suicidas, de modo que cuando el guardia quería reaccionar ya estábamos a mil leguas…»



«… La plaza era un clamor. Los muchachos federados, que aún no habían salido de su asombro, cambiaban impresiones con sus fans, organizaban cabizbajos el regreso a Burgos, mientras mi hijo, achuchado por la multitud, era la viva estampa del vencedor. Pero cuando, tras ímprobo esfuerzos, logré aproximarme a él y le animé a que se sentara en el banco corrido de los soportales, se señaló las piernas (unas piernas tensas, rígidas, los músculos anudados aún por el esfuerzo) y me dijo confidencialmente:

- Espera un poco; si me muevo ahora me caigo.»

Son párrafos sueltos de “Mi querida bicicleta”, de Miguel Delibes.

Ya ni me acordaba de él, dormido en un rincón entre otros libros. Allí estaba, con casi veinte años de polvo encima. Regalo de Alicia Martín Baró, tengo olvidado por qué. En la primera página interior, pegado bajo el título, un papelito recortado en forma de estrella con esta palabra escrita en rojo con rotulador grueso: GRACIAS.

Y como guía de lectura un recorte de periódico con esta opinión: "10 razones para usar la bici", de Miguel Ángel Ceballos Ayuso.

Pedalear en la ciudad es:

Saludable: descarga tensiones, elimina toxinas y tonifica los músculos. Ahorra facturas del psiquiatra y economiza vendas y demás cataplasmas en los hospitales.
Deportivo: ¿alguien se ha preguntado por qué países como Bélgica y Holanda son fuente de tantos buenos ciclistas profesionales? Hay que crear cantera e imbuirse de espíritu olímpico.
Rápido: salva todos los atascos, aprovecha todos los espacios sin volverlos intransitables para los demás, no necesita semáforos. ni guardias, ni direcciones, ni carriles, ni códigos de circulación.
Barato: no precisa matrícula, ni impuestos, ni carnet de conducir, ni gasolina, ni costosas reparaciones y revisiones.
Ecológico: no despilfarra recursos naturales, ni envenena el aire, ni hace ruido. Racionaliza el consumo de energía y petróleo y contribuye a una ciudad y a un planeta más limpio y habitable.
Educativo: percibimos de otra manera las calles, sus casas, sus barrios y la gente que las transita, y nos ayuda a comprender críticamente la ciudad, qué es y cómo funciona.
Popular: de Cuba a China, pasando por Holanda y Alemania, cuando se ha dado la oportunidad a la gente para que se mueva en bici, el éxito ha sido total. Las marchas ciclistas populares reúnen a miles de personas, sin limitación de sexo o edad.
Subversivo: trastoca todos los esquemas de unas ciudades pensadas y hechas al servicio del coche, ataca los intereses de las multinacionales del automóvil y el petróleo, y también los del Estado que las ampara, y nos saca de la vorágine consumista.
Sensual: nos devuelve el gusto por el cuerpo y la vida, y tiempo libre para disfrutarlo (que no hay que emplear en trabajar para pagar las letras del coche). Convierte los engorrosos desplazamientos diarios en placenteros paseos y recupera el gusto por la relación y la comunicación entre las personas.
Solidario: hace una ciudad más humana y habitable para todos, conductores, peatones y ciclistas. Contribuye también a conservar el planeta, menos contaminado, sin «guerras del petróleo» ni diferencias entre países ricos y pobres.

«A partir de los dieciocho años la bicicleta dejó de ser para mí un deporte y se convirtió en un medio de locomoción». Miguel Delibes


Por cuestiones que no viene ahora el caso tener en cuenta ni comentar, hube de matricularme en la Escuela Universitaria de Estudios Empresariales, todavía en plan experimental. No era posible en Valladolid cursar estudios de economía en aquella época de otra manera que a través de la remozada Escuela de Comercio.

En el programa del primero de los tres cursos de que constaba la carrera existía una asignatura de relleno que se llamaba precisamente Historia del Comercio. La asistencia al par de horas a la semana que se dedicaban a esta materia era más bien escasa, y al clima desangelado que resultaba de la inmensa aula semivacía se unía la ramplona dicción del profesor ayudante que habitualmente la impartía.

Un día, qué se yo si era invierno o primavera, cuando llegué a la escuela encontré una animación y bullicio anormales, no sólo éramos muchos más, es que además había público completamente nuevo, incluso gente mayor salida de no se sabe dónde.

Yo tenía el prurito de ser ya un joven recio, codo con codo con la chiquillería recién salida del COU. Pero aquella tarde -las clases de la mañana estaban reservadas en aquel edificio para otros menesteres- pasé a situarme más o menos en la media aritmética en cuanto a los años vividos de los que llenábamos el salón tipo anfiteatro en que nos tenían cobijados a los de primero.

Como quiera que fuese, logré ocupar el mismo sitio que me era habitual: en el asiento izquierdo de la primera mesa de la fila del extremo derecho. Cuando Don Miguel entró, estaba el aula a rebosar. ¡Cielos!, me dije, ¿qué día es hoy y qué hago yo aquí con esta ropa?



A partir del momento en que Don Miguel Delibes comenzó a hablar, me sentí transportado a un séptimo cielo del goce y del disfrute. Y puedo presumir y presumo que no fui el único, que lo fueron muchos más, casi la totalidad.

No recuerdo qué fue lo que dijo al dictar aquella lección, hace ya demasiado tiempo, que corría el año del Señor de 1973. Sí creo que habló del comercio, de fenicios y romanos, de mercaderías y de trueque, de progreso y de riqueza… Para nada hizo alusión a la caza, ni a los campos castellanos, no citó a Mario ni a Lorenzo, tampoco comentó por qué cinco horas o si ratas o perdices. Sí se lió ante nuestra vista -entonces no era políticamente incorrecto hacerlo- un caldo de gallina tan gordo como sus enormes dedos, en tanto que yo (y mi compa Manuel) nos fumábamos una cachimba de aromático americano (aquel día me invitó él).

Leer cualquiera de las novelas de Delibes es gozar. Estar en una clase por él impartida, no importa sobre qué, es mismamente levitar, es salir de los estrechos márgenes del propio cuerpo y danzar entre arabescos de palabras.

Tras cuatro años de cursar sagrada teología en una universidad católica de postín, por primera vez en mi vida disfruté de un atisbo de eternidad. Así debe ser esa realidad allende el tiempo, donde todo sea luz y no se digan maravillas, pero todo resulte maravilloso.

Hoy, en la ciudad de Valladolid, a las 7:30 horas ha muerto en la discreción y humanidad que le fueron naturales Don Miguel Delibes Setién.

Ahora «podrá descansar de sus trabajos, porque va acompañado de sus obras» (Libro del Apocalipsis 14, 13), pero mucho me temo que en aquel bendito lugar sin espacio ni tiempo no le permitan callar, ansiosos todos de escuchar su verbo cálido y sencillo.



Con su Ángeles del alma, y del cuerpo, volverá pasear por campos nuevos y a atisbar horizontes sin frontera. No sé si agarrará escopeta, tal vez ya no, pero estrenará bicicleta y sus perrillos retozarán junto a él, olisqueando rastros de conejos celestiales, en tanto la vieja máquina de escribir volverá a sonar con el golpeteo de sus dedos, que seguro que el hormiguillo y la afición no le habrán desaparecido.

Abba se pondrá su bata más confortable y sus pantuflas de diario, por los juanetes, y ocupará, seguro, primera fila, que los puestos de presidencia no le van, ¡qué va!

Aquel Evangelio con sabor a pueblo



«En Solentiname, un retirado archipiélago en el Lago de Nicaragua, de población campesina, teníamos los domingos en vez de un sermón sobre el evangelio, un diálogo. Los comentarios de los campesinos solían ser de mayor profundidad que la de muchos teólogos, pero de una sencillez como la del mismo evangelio. No es de extrañarse: el evangelio o 'buena nueva' (la buena noticia a los pobres) fue escrito para ellos, y por gente como ellos.
 
Algunos amigos me aconsejaron que estos comentarios no los dejara perder, sino que los recogiera y los publicara en forma de libro. Por eso fue este libro […] 
 
Este libro habla de una situación particular que tuvo Nicaragua, y de la situación internacional de aquel entonces, cuando hubo una mitad del mundo que creía en el comunismo. La realidad ha cambiado mucho, pero me parece que este libro no ha perdido actualidad, y que lo que en él se dice sigue siendo válido como el mismo evangelio. La utopía de entonces es la misma de ahora, y es la que se ha venido teniendo desde los profetas. La fe y la esperanza en un mundo mejor las tienen muchos ahora más que nunca, y me parece que aquellos que no las tienen también las deberían tener» (de la 'Introducción' de Ernesto Cardenal).

 
     Corrían los últimos 70 y allí estábamos, en La Cañada de Puenteduero, “La Cañada”, (¿dónde dices?, preguntaban en la ciudad…) Un barrio hecho de ocupas sobre terreno público. Familias numerosas. Peones del campo y de la ciudad. Gentes llegadas de allende los límites provinciales en busca del bum industrial fasero. Casas manufacturadas en breves horas para que la autoridad no pudiera derribarlas al atardecer ya que a esa hora ya tenían colocado su tejado. ¿Tejado?, es un decir.

     Aquella pequeña escuelita, que servía para aprender a leer, para entretener el ocio infantil y juvenil, para jugar al ajedrez o al parchís, para echar un bailoteo dominical, para enfrentarse a las carencias urbanísticas, para organizarse como barrio de las afueras y no reconocido, para acordar comunicados programáticos, para soñar con salidas culturales y campestres, para visionar pelis en super 8, para trabajar el barro y para cien mil cosas más, que cambiaba de fisonomía al cabo del día tropecientas veces según el público que fuera a acoger, los domingos se revestía de solemnidad para celebrar la Eucaristía. Y cuando no se cabía en el recinto, estaba disponible la campa, que ahí sí entrábamos todos.

     En torno a la Mesa y la Palabra surgía un diálogo pequeño, muy pequeño, pero el nuestro, que así éramos. Y a falta de otras referencias, teníamos “El Evangelio en Solentiname”, 350 pelas, de la colección Pedal de Sígueme, Salamanca, 1978. Lo firmaba Ernesto Cardenal, pero era una colaboración de otro colectivo de allende el mar, que tenía otra singladura humana y social, pero que salvando las distancias, perseguía lo mismo que nosotros, y se apañaban como podían, tal que nosotros.


      Pues, nada, que ahora lo recuerdo, ya que Laura se ha puesto también a recordar. Y los recuerdos tienen eso, que hilvanas cosas, que añoras otras, que la nostalgia aparece, que echas en falta lo jóvenes que éramos, que imaginas cómo serán ahora aquellas caras, que ya las cosas no son como fueron, que ¡cuánto esfuerzo realizado!, que si mereció la pena, que ¡por supuesto que sí!, que ¡fíjate, si esta niña es lo mismo que su madre cuando le limpiaba los mocos!, que si entonces sólo una fuente para tantas familias, que ¡cuánta gente se nos ha ido para siempre!, que qué fiestas aquellas del 79 cuando cortamos las calles porque no aguantábamos el polvo de los domingueros…




     En fin, que muchas gracias, Laura, porque me has dado esta oportunidad para que no me olvide.

¡De repente, lo inesperado!


     El relato de viaje es un género literario en el cual el autor escribe acerca de uno de sus viajes, de las personas que en él ha encontrado o conocido, las emociones sentidas o aquello que ha visto o aprendido. Para ser considerado literatura, el relato debe tener una narrativa coherente y estructurada. No debe ser una simple colección de fechas, horas y sucesos, como podría ser un diario de viaje o una bitácora de navegación. Puede además contar aventuras, exploraciones, experiencias o conquistas que el narrador haya visto o protagonizado personalmente.

     La literatura se ha enriquecido permanentemente a lo largo de los tiempos mediante el aporte de la narrativa de viaje. Existen muchos ejemplos que ilustran lo anterior. Entre ellos podemos citar a escritores como Joseph Conrad, Herman Melville, David Livingstone, F.W. Up De Graff, Alí Bey, Thomas Edward Lawrence, Julio Verne, Santiago Rusiñol, Ernest Hemingway, Gabriel Pernau, Paul Theroux, Alberto Moravia, André Gide, James Cook, Robert Kaplan, Alexandra David-Néel, Javier Reverte, etcétera.

     Las condiciones desde luego han cambiado radicalmente, si consideramos las circunstancias en que, por ejemplo, viajó Marco Polo desde lo que hoy en día es Italia hacia el oriente. Sus desplazamientos fueron lentos y duraron un buen número de años. Esto sería impensable en la época actual. Los constantes avances de la tecnología se encargan de ello, los medios de transporte son cada vez más rápidos y eficientes, además que la información nos llega en tiempo real, pero la esencia del viajero escritor es básicamente la misma de antes: contar aquello que la vista y sensibilidad humana captan al visitar un lugar diferente a aquel en que generalmente transcurren nuestras vidas. Hacerlo normalmente enriquece a la persona involucrada en varios ámbitos: humano, social, cognitivo, etcétera. El viajero habitualmente sufre una metamorfosis lenta e imperceptible, pero segura y profunda, hasta que la personalidad se vuelve más abierta, tolerante, reflexiva, positiva, observadora, desprejuiciada, etcétera.

     En definitiva, bien se puede decir, si lo analizamos concienzudamente, que el tema del viaje es un tópico reiterado en la literatura universal. La evocación de la travesía vista, vivida y posteriormente plasmada en algún tipo de escrito o narración, va a seguir acompañando la oferta literaria por mucho tiempo más. Una muestra de ello son los numerosos libros de viaje que se editan en la actualidad, de los que muchos son elaborados por verdaderos profesionales del arte de viajar, y que ofrecen un amplio abanico de posibilidades para los que quieren conocer el mundo.

     [Tomado de Wikipedia]





     En efecto, los viajes de ahora no son como los de antes. Relatarlos, pues, en esta hora nuestra requiere otro discurso. ¿Discurso? Más bien sólo "dis", que el "curso" ya es demasiado decir. Con las facilidades que actualmente tenemos para ponernos en movimiento, los preparativos se han reducido sustancialmente. Avisar que salimos de viaje y ponernos en camino no tiene comparanza con otras épocas en que el avituallamiento y el estudio de la ruta requería días y hasta meses,  con la consiguiente despedida de familiares, amigos y allegados, incluso con rogativas y novenarios por la buena suerte en alcanzar la meta viajera. Se dio también el caso de quien redactó testamento, por si las moscas.

    En la actualidad todo es tan rápido, que en seis segundos el viaje puede darse por concluido.



     Nada que ver, por supuesto, este episodio tan local y concreto, con los terremotos de Haití o de Chile, ni por la duración, ni por la extensión, ni por las consecuencias. Pero al menos puede darnos una idea, sin conseguimos extrapolar los términos.

     Presumo que la DGT no tenga nada previsto para estos casos. Pero no sería la única; tampoco la ONU, la NASA y mucho menos el Vaticano te ponen en alerta para estas situaciones.


     «Si bebesss no conduscasss», que decía Stevie Wonder.

¡A correr…!


     Tal vez sea una excepción. Sí, puede que sea sólo eso, la rareza que se da una sola vez, como las flores en el desierto.

     Es posible que no signifique nada. Que incluso sea un montaje de alguien bienintencionado que cámara en ristre y con una trupé de gente asalariada (por cierto, qué bien está conseguido el atrezzo, los jodíos) haya confeccionado este minicorto, que ni siquiera a eso llega, para demostrar lo bien que maneja esto del cine de masas.

     ¿Será un estudiante ya iniciado de la Escuela de Cine?

     ¿Será un cineasta fracasado?

     ¿Será un engañador empedernido?

     ¿Será, como dijo el poeta, un “sayón y escriba” truculento?

     A mí me da exactamente igual. Lo acabo de recibir por correo y lo expongo para que veamos que, al fin y a la postre, no es tan difícil, qué va; es incluso facilón, mal que les pese a quienes nos malentrometen con aquello de que “homo homini lupus”, “defiéndete o se te comerán vivo”, “si te haces de miel te comerán las moscas”, “hermanos puede ser, pero primos…” y demás cantinela.

     Seguro que esto lo coge mi amigo Pedro Miguel Lamet y saca unas reflexiones de “toma pan y moja”. Yo sólo me conformo con que lo veáis y sonriáis.



[Por cierto, me lo envió Roberto con este texto:

«Hubiera llegado el primero, pero habría llegado solo. Compartió una medalla y ganó el corazón de todos».]

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