Hacia la feliz y eterna holganza


Hoy no me resulta fácil escribir. Hemos despedido a Jesús, cuyos últimos meses de vida han sido especialmente duros. Paralizado por un infarto cerebral, perdido el habla y la capacidad de expresarse, sólo sus ojos nos decían de su sufrimiento, del misterio en el que en un chasquido de dedos se vio inmerso sin previo aviso, de la pequeñez que somos y lo desvalidos que podemos llegar a ser.
Hoy nos hemos congregado junto al féretro que contenía sus despojos, más tristes y resignados de lo que nos hubiera gustado si la despedida hubiera sido de otro modo. Pero fue así.
Hay muertes programadas, organizadas y publicadas. Hay muertes imprevistas, rápidas y, en lo que cabe, “limpias”. Hay muchas maneras de morir. Algunas de ellas son crueles. Puede que ese matiz lo añada la mano humana. En este caso sólo la naturaleza lo propuso.
A pesar de todo ello, quienes casi llenábamos el pequeño templo parroquial retuvimos las lágrimas, estuvimos callados para no dejar notar que la voz se nos quebraba, y mantuvimos la mirada humillada en un vano intento de nos descubrirnos cuán tocados estábamos del ala.
Fueron el canto, tímido sí, y las respuestas a los salmos a media voz, y la presencia erguida, y también la oración en común y solidaria, nuestra manera de decirle a Jesús que fue una buena persona, que nos trató bien a todos, que no tuvo enemigos porque nunca los buscó, que le estamos agradecidos porque a través de él hemos sentido que La Gracia también nos tocó de lo que en él sobreabundó.
Fue nuestra manera de decirle hasta luego compañero, nos volveremos a ver; no sabemos cuándo, pero en un lugar cierto. Mientras tanto mantendremos tu memoria como tú mantuviste en vida tu ser buen amigo, y nada de lo tuyo se perderá.
Navarro le nacieron a Jesús, en Tudela, y ha venido a fallecer castellano por esos quides de la vida que le trajeron a las orillas del Pisuerga para poner en marcha un cultivo en el que él era especialista: el champiñón.
Además de manipular ese rico hongo también tenía otras facultades, que fue desarrollando en las fincas de los alrededores de esta ciudad. Tuvo la suerte de poder dar trabajo, con su buena gestión, a muchos de sus convecinos. Fue siempre mediador, y como tal también intercesor, en una suerte de solucionador de situaciones delicadas.
Ahora recoge una cosecha rica y abundante, pero sobre todo entrañable y agradecida.
Ya digo, una tarde la de hoy plena de sentimientos, de las que dejan el ánimo en suspenso, con un cierto vacío que sabemos tardará en desaparecer.
Para resucitar hay que morir.

Después del burro muerto…


Monasterio de Moreruela. Zamora


"DESPUÉS DEL BURRO MUERTO"…

De golpe un verso, Mi Tierra,
me hizo mirar ceñudo,
quebrar los frutos, las hojas;
tornar pisando los muros.

Arrebatos de nostalgias:
los carros, encinas, yugos…
pareceres de Mi Tierra
para los poderes mudos.

¡Quién ha visto en la ladera
cómo se doblan los puños;
quién ha visto cómo muerden
sin dientes sus propios muslos!

Esbirros de la impotencia
de los cangilones pardos;
muecas, sudores, gemidos
de corrosión y de barro.

¡Llégano de los revuelcos,
no te acostumbres al tranco
de los pasos que te pisan,
de los miedos al fracaso!

¡Por qué no gritas al viento
que te devuelvan lo tuyo;
más que dineros y mieses,
ciencia, bravura y orgullo!

Me recordaron, mis gentes,
campanas de gloria en muros,
cebadas puestas al rabo
de lo que se fue y no tuvo.

Andrés C. Bermejo

Todo está en silencio


Alguien tuvo la ocurrencia de plantar chopos entre los pinos. Ahí están, en fila y uniformados.
Estos pinos, al contrario, nacieron a su aire, y han crecido en libertad. Ni marcan el paso al unísono, ni van uno detrás del otro, aunque a la hora de la verdad, todos rinden piñas a su tiempo.
Quiso el diablo o el azar que los chopos se murieran, de muerte natural o por enfermedad evitable;  y por descuido o tal vez por negligencia, aquel maderamen se incendió, poniendo en serio peligro todo el pinar.
Suerte hubo, al fin y al cabo.
Alguien ha tenido a bien repoblar aquel desierto que hiere a la vista, que encoge el corazón.
Ahí están, en fila y con protección, domesticados desde el principio, que la madre naturaleza no corre tanto, y a su ritmo sabe mucho más por vieja… que por erudita.
Esto no sé qué es, si pino, acebuche o rododendro; o ninguno de los tres.
¡Me lo han "soplado"!: Es una sabina; exactamente Juniperus thurifera L.
Una encina, por supuesto.
Pimpollo, le dicen, y ciertamente lo es.

No se oye nada:
ni turbinas ni martillos, ni ladridos ni chubascos;
sólo y apenas trinos y gorriones, murmullos y el suave roce de los pies cansados.
No hay tensa espera, nada se avecina, salvo lo ya temido… lo inevitable e irremediable por consentido, ¿por asumido?





Yo no sé nada
Tú no sabes nada
Ud. no sabe nada
El no sabe nada
Ellos no saben nada
Ellas no saben nada
Uds. no saben nada
Nosotros no sabemos nada
La desorientación de mi generación tiene su expli-
cación en la dirección de nuestra educación,cuya
idealización de la acción, era - ¡sin discusión!-
una mistificación, en contradicción
con nuestra propensión a la me-
ditación, a la contemplación y
a la masturbación. (Gutural,
lo más guturalmente que
se pueda.) Creo que
creo en lo que creo
que no creo. Y creo
que no creo en lo
que creo que creo
«C a n t a r d e l a s r a n as»
¡Y     ¡Y      ¿A       ¿A     ¡Y       ¡Y
su     ba       llí          llá      su       ba
   bo       jo         es           es        bo         jo
   las      las         tá?            tá?       las        las
     es        es          ¡A                 ¡A          es          es
      ca       ca            quí                    cá          ca          ca
       le        le            no                          no           le           le
      ras      ras          es                              es             ras        ras
     arri     aba         tá                                   tá            arri        aba
        ba!...   
jo!...       !...                                       !...          ba!...     jo!...

En libertad

 


—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!
(El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2ª Parte, Capítulo LVIII, Espasa Calpe 1982, pág. 716)

Este obispo está ahora en boca de todos


Se trata de D. Antonio Ángel Algora Hernando, nacido en La Vilueña, provincia de Zaragoza, el 2 de octubre de 1940, y actualmente obispo de la diócesis de Ciudad Real*.
Está en la red y se ha hecho de notar en todo tipo de periódicos online, blogs y demás lugares virtuales, desde que ha colocado en la página web del arzobispado esta carta que no tiene desperdicio.

A vueltas con la reforma laboral

No me toca a mí juzgar de la conveniencia o no, en el aspecto técnico y jurídico, de una Ley en un momento determinado en el que la sociedad entera está amenazada por una Crisis global sin precedentes en la historia humana. Los ciudadanos de la calle no tenemos elementos de juicio suficientes para dar una opinión técnica en temas cada vez más complejos. En estos momentos, nos hemos de fiar de las instituciones que deben entender de problemas de tan gran magnitud. Por esto, les debemos exigir a dichas instancias políticas, sindicales, empresariales, financieras y a los distintos colectivos de expertos que actúen con responsabilidad y, si siempre tenemos todos la obligación de construir el bien común, anteponiéndolo a intereses particulares, ahora más que nunca corresponde mayor obligación al que más puede.
Dicho esto, de lo que sí estamos en condiciones de juzgar es de la bondad o maldad de una Ley que rebaja claramente los derechos de los trabajadores respecto a situaciones anteriores, y lo peor es que llevamos muchos años ya de nuestra democracia donde siempre los perdedores en el concierto social, repito, siempre, son los mismos y siempre los más débiles.
Nadie habla de provisionalidad en las medidas que se están tomando, luego lo que se quiere hacer es establecer un "mercado de trabajo" en el que los empleadores hagan y deshagan a su antojo, olvidando que el "empleado" posible es, ante todo y sobre todo, "persona" a la que otros han dado la vida, la han educado, tiene necesidades básicas: familiares y sociales, no es una mera fuerza de trabajo que se admite o despide unilateralmente y durante un largo periodo de tiempo, pues, en un año de provisionalidad en el empleo (esto es lo que dice la Ley), puede ocurrir de todo, desde una gripe a un suceso familiar al que hay que atender antes que a cualquier otra urgencia de la vida de la empresa. Las personas no somos tan flexibles, tan elásticas, como nos quieren hacer creer.
¿De verdad no hay otras soluciones para crear puestos de trabajo? Parece mentira que a día de hoy tengamos que echar mano de usos del pasado que trajeron tanta injusticia y explotación a los trabajadores. Con estas medidas y sin meterme a profeta, se van a conseguir los mismos frutos de un pretendido bienestar, hasta es posible, pero no habremos avanzado nada en que el trabajador se sienta realizado con su trabajo y le sirva para llevar una vida estable y sin sobresaltos; que haga posible la familia, la educación de los hijos, el tejido social compacto y fuerte que hace personas y países fuertes para soportar las inclemencias de las coyunturas históricas.
Y, si no queda más remedio que aplicar hoy estas medidas, ¿no han de ser complementadas por otras en las que lo central sea la vida de las personas? ¡Tantos avances tecnológicos para esto! Da la impresión de que las sociedades desarrolladas van a ser las que más poder concentren en menos manos y esto no se corresponde con las aspiraciones de una sociedad democrática avanzada. Los jefes políticos europeos toman sus medidas por vía de urgencia sin apenas contar con los parlamentos respectivos; los poderes financieros se están concentrando en muy pocas manos. No sé si es muy descabellado pensar que, en el río revuelto de la Crisis, están pescando los más poderosos sin contar con la opinión de la sociedad.
Elevemos nuestras oraciones para que Dios nuestro Señor cuide de los más perjudicados de esta malísima situación que ya cuenta en nuestra España con más de once millones de pobres.
Vuestro obispo,
 + Antonio.
–––––––––––––––––––––––––––
* Por cierto, Ciudad Real existe y es una provincia española, inmortalizada por Miguel de Cervantes y Saavedra en su genial y sin par Don Quijote. Está a una hora escasa de Madrid, Villa y Corte, en el ave, y a unas dos horas y media por caminos vecinales. Y si antes nadie se fijó en ella, vaya usted a saber por qué sería.

Números cantan




Oye Andrés, le dije al salir de misa el domingo, el poema tuyo “Eh, toro”, que publiqué en mi blog el otro día, está teniendo un éxito enorme, ya está por las cuatrocientas visitas.
Pues cuando te entregue…, y me dijo otro título, vas a tener cuatro mil. Cuando lo leí en Salamanca gustó mucho.
Si ahora voy y le digo que ya está rozando la visita número mil, deja lo que esté haciendo y viene corriendo a traerme el otro escrito.
Hay que ver lo que son los números.
Acabo de leer en la prensa que en Santiago de Cuba el Papa ha celebrado una misa multitudinaria, acompañado por prelados de allende las fronteras, o sea, del Caribe. Con la asistencia de altas personalidades, se ve también en la foto mucha masa humana. Pero luego, en letra pequeña, añade la noticia…
Hay que destacar la gran asistencia de público en esta ceremonia. Ahora bien, sabemos que no todas las personas asistentes a estos actos masivos son creyentes. Sólo una minoría participa en la Iglesia Católica y asisten voluntariamente a las Misas. En Santiago de Cuba han participado en la Eucaristía muchos fieles católicos voluntariamente, pero también estaban presentes muchas personas enviadas por el gobierno además de las autoridades oficiales. El gobierno envía y facilita transporte a estudiantes, trabajadores, miembros del partido y de otros organismos estatales. Como todas las actividades públicas en Cuba, la organización de estos actos masivos está centralizada y controlada por el gobierno. Esta modalidad facilita y garantiza la asistencia masiva, el orden y la disciplina, de manera que todo salga como estaba programado.
Hay que ver lo que son los números.
Cuando publiqué este poema de Andrés me temía comentarios de la parte opuesta, criticando esas loas al toro de lidia. Y estaba dispuesto a aceptarlos, porque la verdad, ahora eso de los toros está en entredicho. Pero de ninguna manera sospeché que fuera tal éxito en taquilla.
Picado por la curiosidad hice algunas indagaciones. En primer lugar pude comprobar que a nadie se le había ocurrido copiar y tomar todo o parte del poema. Y eso me extrañó, tantas eran las visitas. ¿Será que vuelven para releerlo? me dije. Con lo fácil que es tenerlo en casa.
Así que seguí mirando. Había adornado la entrada con una foto de un magnífico morlaco, bien plantao, tranquilo él, pero mirando poderoso de frente, en una dehesa salmantina. Normalmente mis fotos vienen tituladas por los números que le marca la máquina, pero como esta estaba tomada de Internet, se titulaba “Peso-del-toro”; la puse así, sin más ni más. Busqué por toro en imágenes, y ¡equilicuá!, ahí estaba él, en lo más alto, arriba a la izquierda, el primero de la primera fila. Sólo con pasar por encima el puntero salía la referencia de “Mi pequeño mundo”; de ahí a curiosear un poco más sólo hay un click.
Eso es lo que está pasando. El personal busca fotos de toros, y se dan de bruces con “Eh, toro”. Pero…
No, tranquis, Andrés no sabrá nada, nada le diré de esta cuestión. Seguiré publicando sus poemas, mientras vaya escribiéndolos y trayéndolos. Y si acaso pregunta qué tal, le diré lo que el marcador de mis estadísticas señalen, sin más explicaciones.
¿Para qué tiene que saber el Papa que más de la mitad de los que le rodean en esa foto son simples convidados de piedra? ¿Por qué tengo yo que desilusionar a Andrés, si él no se ha metido conmigo? ¿Por qué me tengo yo que ensoberbecer si el domingo que viene, que es ramos, se me llena la iglesia, si sé de sobra que no viene el personal por verme a mí sino por llevarse un ramo de laurel a casa para echar en las alubias?
Ya digo, los números suelen engañar. Sin embargo, qué gozada ver cómo corre el marcador de las visitas, y hacerse uno ilusiones de que es leído. Por lo mismo que el PP estuvo a punto de reventar de alegría poco antes de entrar en barrena al comprobar que los números que parecían ser para él, fueron para otros.
De todas las maneras, cualquiera que sea el motivo, hoy en día lo que cuenta es estar en cartel, no importa si para bien o para mal; eso es poder. Así nos lo venden, así lo compramos. Eso también tienen en mente los que ahora están organizando la huelga general, que vaya todo el mundo, cuantos más mucho mejor, así se enteran de la fuerza que tenemos, parecen decir, van a ver lo que vale un peine. Luego vendrán las valoraciones, un millón, dirán unos; apenas veinte mil, dirán otros; entre doscientos y quinientos mil, dirán aquellos. Y el que esté mirando, tal que yo por ejemplo, no sabrá en realidad qué tamaño tiene esa fuerza, ni cuál pueda llegar a ser su capacidad de revertir la actual crisis, que así a ojo, tiene unos números auténticamente escandalosos.
Y esos sí que son reales y no engañan.

A golpe de catecismo


 

¡Velasco, cállate! ¡Si no estoy hablando, estoy memorizando las bienaventuranzas! Pues, sigue estudiándolas, pero no te las voy a preguntar.
Este a modo de diálogo ocurrió en clase de religión, 6º de bachillerato, Colegio Centro Cultural, año 1965, y era Eduardo Zurro el profesor, también el director, y cura diocesano, para más señas.
Continuó la clase hasta que al llegar a mí, salta el orden y pregunta: ¡Velasco! dinos las bienaventuranzas. Tartamudeando, porque entonces eso me solía ocurrir, intenté enumerar la serie… y no me salió.
Aquel sábado tuve que volver al cole para, castigado por hablar en clase, pasarme la mañana entera allí encerrado.
Sin embargo yo me sabía el catecismo. Incluso recibí por ello premios. Tres diplomas guardo en casa. Claro que eso fue muy de pequeño, en otro colegio y con otro catecismo, el del padre Astete.
Ahora tengo en casa uno muy gordo, con pastas color butano, y letra muy prieta. No me lo sé de memoria. Imposible para mí.
Un amigo mío tiene la especialidad en catequética y guarda en su biblioteca más de quinientos, sí 500, catecismos de todos los tamaños, de todas las épocas, por lo menos desde que se inventó eso de escribir todo seguido la doctrina cristiana. Nunca me ha invitado a su casa para mostrarme tal cantidad de doctrina de fe y de buenas costumbres.
Un catecismo es, más o menos, como la base de lo que se debe saber, una especie de compendio. Sin embargo, a mí me gusta ir a las fuentes, y un catecismo es un simple apaño. Me explico.
Alguien ajunta en un mismo sitio lo que está por ahí desperdigado. Todo, desde el evangelio hasta la última disposición oficial, y con ello elabora un discurso todo seguido, desde el principio del principio hasta el final; y queda ajustado y completo. Ahí está, viene a decirnos, lo que hay que saber para ser de verdad un creyente con todas las de la ley.
Tiene un pero. No vale decir simplemente “catecismo”; sino “catecismo de”. Y esto porque al recopilar todo lo recopilable, y al darle forma y expresión, está, quien recopila, dándole su visión particular, su punto de vista; lo está haciendo desde sus postulados vitales, filosóficos, teológicos y demás. Otra persona, con los mismos materiales elaboraría otro epítome con variantes respecto del primero. Y si hubiera más compiladores, resultarían otros catecismos más, todos distintos, aunque partan de lo mismo.
Por eso hay que decir: Catecismo de San Pío V, Catecismo de San Pío X, Catecismo del Padre Ripalda, Catecismo del Padre Astete, o Catecismo de la Iglesia Católica, que es el último, publicado por Juan Pablo II en 1992 y actualizado en 1997. Yo tengo este último, pero sin actualizar; o sea, que no estoy al día.
Pero tampoco me importa, porque yo no soy de catecismos. A mí me gusta ir a las fuentes. O sea, directamente a la Sagrada Escritura, a los documentos conciliares, a las cartas papales que tiene nombres diversos como encíclicas, decretos, motu propio, en fin, diversos.
Dicen que en el catecismo está todo. Pero en mi opinión le falta algo, salvo que sólo se busque exactitud; le falta vida. Es una cosa petrificada, como congelada en el tiempo, que no le deja a uno espacio para pensar, para respirar, para sentirse vivo. Digo esto porque ahora mismo me viene a la mente una pregunta y una respuesta que me aprendí de memoria y no he conseguido olvidar:
P.: Además del Credo y los Artículos, ¿creéis otras cosas? R.: Sí, Padre, todo lo que está en la Sagrada Escritura y cuanto Dios tiene revelado a su Iglesia.
P.:¿Qué cosas son ésas? R: Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante; doctores tiene la santa Madre Iglesia que lo sabrán responder.
Maestro: Bien decís que a los doctores conviene, y no a vosotros, dar cuenta por extenso de las cosas de la Fe; a vosotros bástaos darla de los Artículos, como se contienen en el Credo.

No, no tengo nada de doctor. Tan ignorante como el que más. Así que cuantas veces recité, según venía la pregunta del anterior, yo lo respondía de seguido, y no pensaba, sólo me preocupaba de repetir exactamente las palabras para no fallar.
Luego ya no me servía para nada, porque al fin y al cabo sólo me bastaba con saber y creer los artículos del credo.
Así me he hecho mayor, y no uso el catecismo, ninguno. Los tengo porque hay que tenerlos, pero no me sirven.
Ahora parece que gusta eso de volver al catecismo. Y más que volver, cogerlo para arremeter con él. ¿No tienes el catecismo? ¡No te lo sabes! Y a la que te descuidas, recibes un ladrillazo.
Es bonito tener fe, creer y celebrarlo con el grupo, la comunidad. Me chifla cantar y rezar, sin llevar la voz cantante, sólo dejándome acunar y mecer con el concurso y el ánimo de las otras personas. Y cuando estoy yo solo, pues solo pero en comunión, nunca a parte ni separado.
Pero cuando vienen a por mí con el catecismo en ristre, me entra una congoja, una pena, una angustia… Y parece que me vuelvo a encontrar ante un examen de aquellos en que me exigían el hebreo bíblico de memoria, aquella dichosa koiné que nunca entendí y hube de aprenderme porque sí.
Mil veces preferiría la fe del carbonero, aunque no me dieran ningún encargo, que dármelas de sabiondo a golpe de catecismo.



Comerse los sesos


Servidor tenía oído y escuchado lo de “comerse el tarro”, como expresión de quien a fuerza de pensar en cómo resolver su propia vida problemática, terminaba por hacer de ello todo, absolutamente todo, en un a modo de vivir invivible, un sinvivir ni más ni menos, una no vida lisa y llanamente.
Quien es comensal de tal manjar, vive sin vivir en sí, y todo cuanto anhela es salir de ese círculo, que es vicioso, no sólo porque es un vicio pensar sólo en uno/una mismo/misma, sino porque además no tiene salida: una vez dentro de él, el resto ya no cuenta.
Esta mañana, ese pozo de sabiduría e ingenio que es Joludi Blog, -ahí a la derecha está expuesto-, me llega con que el cerebro es esa cosa que sólo sirve para encontrar un lugar seguro donde reposar para los restos. Una vez hecho lo cual, y habida cuenta de que ya no tiene más finalidad, en vez de dejarlo dormitar o morir, lo mejor es comérselo.
¿Me lo estaré comiendo o ya lo tengo en plena digestión?
Cabeza de chorlito, me llamó a veces mi padre. Va a ser verdad…

25 de Marzo, La Anunciación y San Fridolin de Säckingen

Fridolin von Säckingen

Jamás de los jamases alcancé a saber cómo llegó a la pared de aquella habitación un cartel con la imagen de un santo* y en su esquina inferior derecha el rótulo “San Fridolin”, sin acento.
¿Lo traería Bernardo de su veraneo currante en Alemania? Pudo ser. El caso es que ocupaba la parte central, sobre el sofá de dos cuerpos, las dos butacas y la mesita de centro que constituían el tresillo de nuestro cuarto de estar. En la otra parte, dos mesas de trabajo con libros de derecho y filosofía, respectivamente. En la habitación de al lado, otras dos mesas sostenían la teología y la economía, igualmente al respective.
Y fue cabe San Fridolin, sin acento, donde di el salto mortal, donde me llegó mi anunciación, y donde, ni corto ni perezoso, ante mis compas le solté al Antonio: “He decidido que quiero pedir órdenes. Encárgate de ver cómo se hace eso”. Y me callé y me puse rojo como un tomate.
Los cuatro que allí estaban conmigo, Pepe, Manolo, Bernardo y el referido Antonio, me miraron… y no dijeron ni mu.
Tardó la cosa en conseguirse. Calculando… Veamos. Esto sería a finales de marzo del año… 1972? Cursaba 4º de Teología y vivía en un piso compartido junto a la Puerta de Toledo. El tren se atrevía a pasar en lo profundo por debajo de nuestro balcón. Y el maquinista, el muy jodido, paraba a la altura de mi ventana y chiflaba con todas las fuerzas cada vez que hacía maniobras. Desde entonces hasta el día en que la ICAR** me dijo sí, transcurrieron tres años y tres meses. Más de lo que durarían cuatro partos consecutivos. De modo que San Fridolin me endosó no un parto, sino un “partenón”.
Pero no va por ahí la cosa, sino por los antecedentes. Si dolores tuve en la larga espera, no quiero recordar ahora los que hubo antes de aquel doble salto mortal. Muchos y de categoría. “Muy superiores”, como decía otro Antonio, también cura, y que no anda lejos de aquí.
Al recordar hoy a María que recibe un sobresalto morrocotuno con la visita del ángel, Gabriel para más señas, con un recado urgente y soberano que no admite sino un sí incondicional, yo recuerdo cuántas condiciones me asaltaban por aquel entonces, cómo deshojaba margaritas, y de qué manera me encabritaba conmigo mismo y de rebote con el mundo entero. No… pero sí. Sí… pero… No. Ni hablar. ¡A mí no me mires! Esto es intragable. ¡Que no me hagas comulgar con ruedas de molino! ¿Por qué a mí? ¿Y no hay vuelta atrás?
Hacer memoria de todo aquello me produce vértigo. Afortunadamente nadie me ha preguntado sobre el particular, ni entonces, ni ahora. Lo encerré en un arcón bajo siete llaves, y las tiré todas al mar. Y junto con aquel llavero lancé al viento una plegaria: que no volviera a ocurrir, a nadie, jamás de los jamases.
Las llaves desaparecieron; pero mi oración, si fue escuchada, nadie la atendió. Luego me tocó a mí recoger las cuitas de otros que pasaron por lo mismo. Y sólo pude eso, escuchar.
María sin embargo no estuvo sola. Y claro que el sí que dio fue suyo y sólo suyo, pero compartido. Por eso para mí José es tan importante, por entrañable, por silencioso, por persistente, por fuerte, por humilde, por echarse sobre los hombros el mundo entero, por confiado y por creyente. Por buen compañero.
María y José acogieron en su vida un misterio que les llenó de santo temor, y en el silencio de sus desconocidas biografías lo llevaron sin alharacas hasta el final, donde esperaban aquellos siete cuchillos que atravesarían su corazón y hasta su alma.
Ahora mucho se perora sobre ellos y sobre dogmas que a unos disgustan y a otros enardecen. Hay incluso quienes se atreven y amenazan con lanzar anatemas y exabruptos a quienes osen dudar siquiera, interpretar tal vez, entender mejor para también mejor creer.
En fin, María y José recibieron el anuncio de un encargo que era tan jodidamente comprometido para sus pobres endebles personas, y lo vieron tan enorme en su pequeñez, que no me extraña que juntos escribieran de muto acuerdo ese canto hermoso, que empieza por “Proclama mi alma la grandeza del Señor…” y termina en “Auxilia a su pueblo… por siempre”, al verse tan agraciados por la pura Gracia.
Veamos, pues, cómo María cuenta su experiencia, y por extrapolación magnificada (¿o será minimizada?), daremos por dicha la de los demás.
Pero antes, aclaremos:
* San Fridolin: Monje irlandés misionero en el país teutón. Fundó un monasterio y una iglesia en el siglo VI en la isla de Säckingen, en el Rhin, que constituyó el primer asentamiento cristiano en el sur de Alemania. Es conocido como San Fridolin de Säckingen.
** ICAR: Iglesia Católica Apostólica Romana, como se la conoce popularmente, aunque a veces se dice en un cierto tono despectivo.

La Anunciación. Fra Angelico, hacia 1426. Temple sobre tabla. 194 × 194 cm. Museo del Prado

 

UN NIÑO VA A NACER

Siete semanas después de la Pascua se celebra en nuestro país la fiesta de las primicias, la del inicio de la cosecha. Y a Jerusalén fuimos a celebrarla los once y las mujeres. Llegamos a la ciudad de David un par de días antes, cuando las calles ya empezaban a llenarse de peregrinos tostados por el sol de la siega, adornados con coronas de espigas y flores. Como otras veces, nos hospedamos en casa de Marcos. Recuerdo que en aquellos tiempos, después que Dios había levantado a Jesús de entre los muertos, nació en todos nosotros un gran deseo por saber más cosas de su vida. Fue en una de aquellas noches anteriores a la fiesta de Pentecostés cuando María rebuscó en los recuerdos que guardaba en su corazón para contarnos los primeros años de la historia de su hijo.(1)

María - ¿Lo que me acuerde? Pero, qué curiosos son ustedes, ¡caramba! Qué sé yo, tanto tiempo, tantas cosas. Se me confunden en la cabeza y… Bueno, está bien, está bien, habrá que empezar por José. Sí, por él hay que empezar.

José - ¡A los buenos días, María! ¡Dichosos los ojos que te ven! ¡Y más dichosos si esos ojos son los míos!
María - Ya salió éste con sus cosas… ¡Ay, José, tú no tienes arreglo!
José - ¿Y cómo voy a tenerlo, si eres tú la que me tienes estropeado? Mira, muchacha, si yo fuera de cera me derretiría con una mirada tuya. Pero es que si fuera de piedra, me pasaría lo mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga?
María - Pero, si me 1o has dicho ya sepetecientas veces y todavía no te derrites. Anda, sigue, sigue tu camino, cuentista.
José - ¡Pues claro que voy a seguir! Voy a seguir diciéndote que eres el lucero de mis noches y la cataplasma de mis heridas, sandalia de mi camino, fuente de mi desierto, harina de mi pan, agua de mi gaznate…
María - Pero, ¿qué te pasa a ti hoy, José? ¿Te has vuelto loco?
José - ¡De remate! ¡Y la culpa la tiene la nazarena más linda de este país!

Nazaret era un pueblito de nada. Más pequeño que una nuez. Jóvenes casamenteros había en aquel tiempo cuatro, que yo recuerde. Y muchachas, éramos tres. A mí me gustaba mucho José, aquel muchachote que lo mismo pegaba una puerta que pisaba uvas en el lagar que le ponía herraduras a un mulo. Desde niños habíamos jugado juntos. Luego, cuando fuimos creciendo, nos empezamos a querer. Me acuerdo que, al principio, nos poníamos colorados cuando nos encontrábamos en el campo y entonces a él se le soltaba la lengua y empezaba a decirme cosas y se reía mucho. Y yo me reía todavía más. A mi padre, Joaquín, también le gustaba José, porque era muy trabajador. Por eso, se fue un día a ver a su padre. Iban a hacer el trato para la boda.(2)

Compadre - Bueno, compadre Joaquín, con dos ojos que uno tenga en la cara ve que estos muchachos nuestros están por lo que están. ¿No le parece a usted?
Joaquín - Me parece, compadre. Yo digo que es tiempo de que los dátiles entren en sabor y los muchachos en amor, como decía el difunto Rubén.
Compadre - No es por nada, compadre, pero mi José será lo que sea, un poco alocado como toda la gente joven de hoy, pero honrado lo es. Su muchacha se lleva un hombre de una pieza.
Joaquín - Pues mire, compadre, que yo no me quedo atrás. Mi hija tendrá lo suyo, que no hay mujer que no lo tenga, pero más derecha y más alegre que una flauta, así es ella. ¡Y llena de gracia mis que ninguna!
Compadre - Entonces, compadre Joaquín, por mí ya está todo dicho.
Joaquín - Y por mí no hay nada más que decir. ¿Trato hecho?
Compadre - ¡Trato hecho! ¡Y que Dios le arranque los bigotes al que no lo cumpla!
Joaquín - Ahora lo que hace falta es que ese par de tórtolos tengan muchos hijos y nos llenen la casa de nietos, ¿no cree usted?
Compadre - ¡Claro que sí! Y, por cierto, hablando de hijos, ¿sus ovejas ya le parieron, compadre? Porque las mías ya están a punto…

A los pocos días nos hicimos novios.(3) Yo tenía quince años y José, dieciocho.

José - ¡Ahora sí que no te me escapas, María! ¡Estoy más contento que un arco iris!

Después de la fiesta del compromiso, la vida siguió más o menos lo mismo. José buscaba trabajo hasta debajo de las piedras, en la finca de don Ananías o más lejos, en Caná o en Séforis. Dios le echaba una mano y, a veces, tenía suerte. Quería ahorrar algunos denarios para cuando nos casáramos. Yo seguía haciendo lo de siempre: ayudar con mis dos hermanas mayores a mi madre, Ana, que estaba medio enferma por entonces. En casa había quehacer para dar y tomar, porque éramos muchos. Todo seguía igual, pero para mí todo había cambiado. Ya no era una niña. Tenía novio, me iría pronto de casa. Estaba muy contenta por aquel tiempo.

Vecina - María, muchacha, has tenido suerte. Ese José te quiere más que a la niña de sus ojos. No hace más que decir cosas bonitas de ti.
María - Es un cuentista, eso es lo que pasa.
Vecina - Un poco feúcho sí es, pero lo que tiene de feo lo tiene de honrado.
Muchacha - ¡Mira tú ésta por dónde sale ahora! ¿José feo? Con esas espaldotas como una muralla y esos ojos tan así que tiene…
Vecina - Cuidadito, María, ¡que ésta te va a levantar el novio! ¡Óigame, Tina, no empuje, que el pozo no se va a secar!(4) Pasa tú, muchacha, que te toca a ti y tu madre te estará esperando.

Me acerqué al brocal del pozo y empecé a tirar de la cuerda para sacar el agua. Ya ni me acuerdo cómo pasó. Vi estrellitas en los ojos y después todo se me borró de delante.

Vecina - ¡Eh, que esta niña se ha desmayado!
Muchacha - ¡Agarra su cántaro, Sara, y ayúdame a llevarla a casa!
Comadre - Échenle fresco. Eso es un mareo. ¡Con este calor, cualquiera!

Pasaron las semanas y me siguieron dando mareos. No me sentía bien. Se me aflojaban las piernas por cualquier cosa. Mi madre me ponía emplastos de albahaca en la frente y me daba cocimientos de todas las yerbas. Pero seguía igual. Un día ya me di cuenta de lo que me estaba pasando. Ay, caramba, por las noches daba vueltas y vueltas en la estera y me amanecía sin haber pegado un ojo. Le rezaba fuerte a Dios para que me ayudara. Me acuerdo que lloraba mucho. Quería hablar con mi madre, pero no me atrevía. No sabía ni por dónde empezar. ¡Dios mío, qué asustada estaba! ¡Qué angustia! Un día tragué en seco, hice de tripas corazón, y me fui a ver al abuelo Isaías. Creo que mi abuelo era el hombre más viejo de Nazaret. Vivía en una casita muy pequeña, a la salida del pueblo. A pesar de los años, estaba más fuerte que un olivo y tenía muy pocas canas en aquella barba tan larga. Nunca usaba sandalias. Trabajaba en el campo durante todo el día y al caer el sol se sentaba a la puerta de su choza, a mascar dátiles y a tomar el fresco. Así lo encontré yo aquella tarde…

Isaías - ¡Miren quién viene por aquí! ¡Saludos, María! Oye, muchacha, me ha dicho tu madre que andas con malestares, ¿no? ¿Cómo es eso, tan joven? Ana está preocupada contigo.
María - Sí, un poco.
Isaías - ¿Un poco? Un mucho. A ver, saca la lengua.
María - Ahhh…
Isaías - Pues la tienes limpia. ¿Y esos ojos? Vamos a ver… Colorados como una manzana. Ya le dije yo a Ana que te diera cáscaras de algarrobos. Son buenas. Tengo por aquí. ¿Quieres algunas?
María - Bueno.

Pero el abuelo no se levantó de la piedra en la que estaba sentado. Escupió una semilla y me sonrió.

Isaías - Te conozco, muchacha, te vi nacer. A ver, ¿qué es lo que me quieres contar? Porque tú has venido a decirme algo medio importante, ¿no es así?
María - Sí, abuelo, pero…
Isaías - Dime lo que te pasa. Ya sabes que la lengua la hizo Dios para moverla.
María - Abuelo Isaías, yo creo que no estoy enferma, sino…
Isaías - Claro, te pones a pensar en la boda, ¿no? Eso es natural, mi hija. Todas las muchachas se asustan cuando les llega la hora. Pero ya verás que todo sale bien.
María - No, abuelo, no es eso… Bueno, sí, sí es eso, pero…

¡Madre mía, cómo me costaba decírselo! El abuelo me miraba con sus ojos grises y húmedos, como un cielo en día de lluvia, y seguía sonriéndome.

Isaías - ¿Qué pasa entonces, María? ¿Te da vergüenza decírmelo, verdad?
María - Sí, abuelo.
Isaías - Pues entonces, suéltalo rápido y sin pensarlo.
María - Abuelo… yo… ¡yo lo que estoy es preñada!
Isaías - ¿Cómo has dicho, hija?
María - Lo que usted oyó, abuelo.
Isaías - ¡María, muchacha! Pero, ¿es que ese granuja de José no sabe tener paciencia? ¡Estos jóvenes de ahora! ¿Por qué no le dijiste que se esperara a la boda?
María - No, abuelo, no. Yo no he estado con José. No, no es cosa de él.
Isaías - Entonces, ¿de quién, hija? ¿Qué te ha pasado?
María - No sé, no sé… no entiendo.
Isaías - Pero, ¿quién ha sido? ¿Timoteo, el de Ezequías? ¿Benjamín? ¡Esos dos son buenos pillos!
María - No, abuelo, ellos no. No ha sido nadie. Yo no… No ha sido nadie. ¡De verdad que yo no he estado con ningún hombre! ¡Lo juro!
Isaías - Bueno, muchacha, no llores. Será entonces que te has hecho la idea y no estarás preñada.
María - Lo estoy, abuelo, lo estoy. Ya siento al niño dentro. Estoy segura.
Isaías - ¿Estás segura, María?
María - Sí, estoy segura.
Isaías - ¿Y qué te ha dicho tu madre?
María - No se lo he contado, no me atrevo.
Isaías - ¿Y a tus hermanas?
María - Tampoco, tampoco. A usted es al primero al que se lo digo. ¡Ayúdeme, abuelo, ayúdeme!

El abuelo me pasó una mano por los hombros y me acercó a él.

Isaías - Vamos a ver, María… Esos camelleros que estuvieron parando en casa de ustedes, de camino a Séforis. ¿No será que…? Fue hace unos meses, ¿no? Te lo digo porque esos hombres usan unas yerbas raras, que traen de no sé dónde. Duermen a la gente con ellas. ¿No será que alguno…?
María - No, no, yo no tomé nada. Yo no lo recuerdo. Bueno, yo creo que no… ¡Ay, abuelo, yo no sé ya ni lo que creo! ¡Ayúdeme, abuelo! ¿Qué va a pensar José de mí? No querrá casarse conmigo. Me dejará. Nadie querrá casarse conmigo cuando lo sepan. Yo no entiendo esto, abuelo, no entiendo. Se lo juro, le juro que yo no he hecho nada malo, ¡se lo juro!
Isaías - Y yo te creo, Mariíta, yo te creo. Vamos, tranquilízate.
María - Pero nadie me lo va a creer. Dirán que soy una tal y una cual… Yo quiero a José y él me va a dejar. No me volverá a mirar la cara. ¡Y yo entonces me voy a volver loca! ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué, abuelo? Cuando lo sepan mis amigas… Me dirán que me saque al niño, que lo mate, para que nadie se entere… ¿Y yo qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer, abuelo?

Lloraba sin consuelo, agobiada por el peso de aquel niño que llevaba dentro. A través de mis lágrimas, alcé la cara, buscando en el abuelo una respuesta. No decía nada, pero me miraba sereno, contento, con una sonrisa que yo nunca olvidé en tantos años… Era la misma cara con la que yo pienso que Dios nos mira cuando estamos solos, cuando no sabemos… Después me levantó del suelo, me agarró por los hombros y me puso en pie. Yo sentí su fuerza y su esperanza.

Isaías - ¡Alégrate, María! ¡Alégrate, no me llores así, que Dios está contigo! Nadie se ha muerto, muchacha. Al contrario, un niño te va a nacer, se te va a dar un hijo. No hay alegría mayor que ésa, María. Con cada niño que viene a esta tierra es como si Dios empezara el mundo otra vez. ¡Alégrate, María, no tengas miedo!

Era como si aquellas palabras vinieran de lejos, de muy lejos, atravesando los montes y las colinas que abrazan a Nazaret. Habían esperado mucho tiempo para ser dichas.

María - Pero… pero, ¿cómo es posible esto si yo no he estado con ningún hombre?
Isaías - Para Dios todo es posible, muchacha. Y él siempre se trae cosas grandes entre manos. Ve tú a saber lo que querrá hacer contigo y con ese niño que te ha dado. Acuérdate de Sara. Con las entrañas secas, con la esperanza muerta, con tantos años encima. Y Dios la hizo reír y le regaló a Isaac. Acuérdate de la madre de Samuel y de la de Sansón. Eran tierra que no daba fruto. Y Dios se acordó de ellas y les puso un niño en los brazos. Dios es grande, María, y hace cosas maravillosas. Y no sólo en los tiempos antiguos, sino también ahora. ¿No has sabido que tu tía Isabel, con lo vieja que está ya, anda esperando un hijo?
María - Entonces, abuelo, ¿usted cree que Dios anda por medio?
Isaías - ¡Claro que sí, muchacha! Anda, dile que sí a ese niño, María. Tráelo a la vida. Dile que sí a Dios. Sea lo que sea, todo será para bien.

Y temblando, le dije que sí.(5) Y el aliento de Dios, la fuerza de su espíritu, aleteó sobre mi cuerpo, como al principio del mundo. El abuelo Isaías tenía los ojos aguados cuando me despidió.(6) Yo volví a casa repitiendo una a una sus palabras. Aquel día florecieron en Nazaret los primeros almendros.

¡Alégrate, hija de Sión!
¡Alégrate y lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén!
Porque el Señor tu Dios está en ti,
el Rey de Israel, un poderoso Salvador.



Lucas 1,26-38


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1. El contar los hechos de la infancia de Jesús al final de su vida no es sólo un recurso literario. Es una pista para entender mejor el origen que tuvieron estos relatos en los evangelios de Mateo y Lucas. Ni Marcos ni Juan cuentan absolutamente nada de la infancia de Jesús.

Hay que saber que los evangelios no fueron escritos en el orden de capítulos en el que nosotros los leemos hoy. El relato de la pasión y muerte de Jesús fue lo primero en ponerse por escrito. Después se fueron añadiendo los relatos de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos -cada evangelista eligió algunos-. Se consideraba que en el paso paso de Jesús de muerte a vida estaba la esencia de la fe cristiana. Era, además, lo que había quedado en el recuerdo de mayor número de gente. Posteriormente, se fue estructurando una vida de Jesús en base a las distintas etapas de su actividad profética: en Galilea, en Jerusalén, frases, discursos, curaciones… Esta estructura no es la misma en ninguno de los evangelistas. Sólo al final de la redacción, tanto Mateo como Lucas añadieron a esta historia de Jesús adulto algunos relatos para ilustrar su infancia. Es decir, lo que leemos primero en estos dos evangelios fue lo último en escribirse.

Es muy posible que de los primeros años de la vida de Jesús, de cómo fue o de lo que hacía, casi nadie supiera nada cuando los evangelios se escribieron. Ninguno de los discípulos de Jesús o de los primeros cristianos había estado cerca de él en aquellos años. Y esto, porque hasta que fue al Jordán a ver a Juan el Bautista, la vida de Jesús fue totalmente gris, no tuvo ningún relieve especial, nada que la distinguiera de la vida de muchos de sus paisanos de aquel oscuro rincón galileo que era Nazaret. Pero después que comenzó a anunciar el Reino de Dios y sobre todo, después de su muerte y de la experiencia que de su resurrección tuvieron los discípulos, éstos comprendieron quién era Jesús, cuál era el plan de Dios sobre la historia humana, qué era realmente la buena noticia que había anunciado a los pobres. Esto les llevaría a interesarse por conocer más cosas sobre aquel en quien Dios les había hablado de una forma tan definitiva.

Al llegar a este punto, es posible que sólo María, la madre de Jesús, supiera responder a esa curiosidad por saber recuerdos antiguos. Por eso, en este relato es María quien narra la infancia de su Jesús, ella, que guardó en su corazón todas las cosas de su hijo.

A la luz de los contecimientos de la pascua, tanto Lucas como Mateo, quisieron reflejar en los acontecimientos de la infancia no tanto hechos históricos sino, ya de entrada, indicar al lector cuál iba a ser el destino de aquel niño que con el tiempo llenaría de esperanza al pueblo de Israel y daría un empujón tan decisivo a la historia humana. Para eso se valieron de recursos literarios típicamente orientales y bíblicos. Hay ángeles, hay señales, hay profecías del Antiguo Testamento que se van cumpliendo, hay sueños, hay estrellas, hay revelaciones, hay magos… Hay todo un escenario “maravilloso” por el que se quiere orientar a los lectores a comprender quién es Jesús ya desde su origen. Sin embargo, caeríamos en un serio error si tomáramos a la letra estos textos que más que historia son teología construida en base sobre todo a esquemas del Antiguo Testamento. En todos los episodios de la infancia de «Un tal Jesús» hay un serio intento de dar carne y sangre real a estos textos, que contienen datos válidos para reconstruir la historia, pero tratando al máximo de quitarle todos los adornos que podrían confundirnos y hacernos ver a un Jesús bien distinto de aquel que fue.

Los años de la infancia, de la adolescencia, de la juventud y prácticamente de la primera madurez de Jesús nos son realmente desconocidos. Apenas existen unos recuerdos históricos, comprobables. La mayor parte de las pocas cosas que sabemos las deducimos de algún dato del evangelio y, sobre todo, del ambiente en que Jesús se crió, que conocemos por estudios socioculturales de aquella época. Es importante ver claro que Jesús fue un niño desconocido, un muchacho como muchísimos otros en su tiempo, un joven que no deslumbró a nadie ni por su «sabiduría» ni por su «poder», que entra en «la historia» cuando impresionado por la predicación se deja bautizar por Juan y responde a la llamada de Dios.

La infancia de Jesús deja ver plenamente lo que es el misterio de la encarnación. Dios se nos ha revelado en el más humilde de los campesinos de una misérrima aldea de un campo perdido en una provincia de mala fama de  un país explotado por el imperialismo más potente de aquella época. De entre los pobres surgió Jesús. Como la de ellos, su vida fue anónima hasta que empezó su misión.

2. En los tiempos de Jesús y en la mayoría de los países de Oriente era el padre quien decidía con quién habían de casarse sus hijas. Sin embargo, en Israel esto sólo era válido antes de que la muchacha cumpliera doce años. A partir de esta edad, era necesario el consentimiento de la hija para concertar el compromiso. En cualquier caso, la dote del matrimonio, era siempre responsabilidad del padre de la muchacha. La cantidad variaba mucho de unos pueblos a otros y dependía de las posibilidades de la familia.

Los esponsables preparaban el paso de la muchacha del poder de su padre al de su esposo. A veces se celebraban cuando la novia sera aún una niña de seis, ocho años. Pero la edad normal era a los doce o doce años y medio. A esa edad la muchacha era considerada ya una mujer adulta. En Israel las mujeres se casaban muy jovencitas: trece, catorce años eran edades muy frecuentes. Los hombre lo hacían con algunos años más: diecisiete, dieciocho… En las ciudades se daban muchos casos de matrimonios con parientes, pues como las mujeres vivían muy encerradas era difícil que conocieran con cierta libertad a otros muchachos en edad de casarse. Esto no ocurría en el campo. Mujeres y hombres trabajaban juntos desde pequeños en la recolección, en la siembra, y podían trabar amistad con más normalidad. Además, la pequeñez de Nazaret facilitaba el quetodos conocieran a todos.

3. El matrimonio era precedido siempre por los esponsales o desposorio, que no debemos confundir con un simplel noviazgo, como lo entendemos hoy día. Estar desposados era prácticamente estar casados. Los desposados se llamaban «esposo» y «esposa». Y la infidelidad de la mujer durante el tiempo de esponsales era considerada ya como adulterio, aunque la unión entre los desposados no se hubiera consumado. Los esponsales eran algo más que una palabra dada. Creaban una relación jurídica y familiar muy fuerte. Esto explica la reacción de María cuando teme ser repudiada por José si se entera que ella le ha podido ser infiel. No se sabe con exactitud el tiempo que mediaba entre los esponsales y el matrimonio. Lo más ordinario era un año, pero dependía de los lugares, de las costumbres familiares y de la época del año, etc.

Poquísimos datos da el evangelio acerca de José, el esposo de María. Pero las costumbres de la época y la vida de Nazaret nos permiten imaginarlo. Cuando José se desposó con María sería un muchacho joven, fuerte, en la plenitud de la vida. Campesino, trabajador, creyente, como otros muchos jóvenes de entonces, que esperaban la liberación de su pueblo y vivían en su propia carne la pobreza de la clase social a la que pertenecían. Contrariamente la tradición nos ha mostrado a un anciano de barba blanca. José y María en su convivencia diaria se comprendieron y se abrieron cada vez más a Dios. De aquella convivencia llena de cariño recibiría Jesús en los primeros años de su vida una influencia decisiva. Nazaret era una aldea insignificante perdida en los campos de Galilea, en la que vivirían en aquella época unas 20 familias. Para sus casas, los campesinos aprovechaban las cuesvas excavadas en la colina en la que se asentaba la aldea.


4. En el actual Nazaret -una ciudad bastante grande y muy poblada- brota aún agua del pozo que había en la aldea en tiempos de María, a donde ella tuvo que ir cientos de veces con sus amigas y vecinas. Está en el interior de una pequeña y hermosa iglesia ortodoxa griega, dedicada al arcángel Gabriel. Parte del agua de esta fuente se ha canalizado a otra, construida más recientemente en plena calle, en donde los nazarenos beben y llenan sus cubos de agua. Todos lo llaman «el pozo de María».

5. Con su relato de la visita del ángel para anunciarle a María el nacimiento de Jesús, el evangelista Lucas nos quiere decir cosas muy importantes. Y para eso utiliza unas imágenes bíblicas que nos lo expresan con mucha fuerza. El ángel se emplea siempre en la Biblia para indicar que Dios va a actuar. Y el ángel es su mensajero. En este caso se trata de Gabriel, el mismo ángel que aparece en el libro del profeta Daniel anunciando que llega el día de Dios, el fin de los tiempos (Dan 8, 15-18; 9, 20-24). El que aparezca Gabriel en la anunciación quiere decir que con Jesús llega ese día esperado en que Dios manifiesta su justicia y su amor, que con él llega el «fin de los tiempos» en que triunfen los injustos, porque Dios va a intervenir en favor de los humildes. El texto de la anunciación y del sí de María elaborado por Lucas está inspirado literariamente en varias profecías: Sofonías 3, 14-18; Isaías 7, 14 y 9.

 A lo largo de todo el Antiguo Testamento aparecen niños que nacen de forma sorprendente, por «gracia de Dios», como un regalo para sus madres, que eran estériles o viejas, sin esperanza ya de engendrar. Es el caso de Isaac, patriarca del pueblo, hijo de la anciana Sara y de Abraham (Génesis 18, 9-14). El de Sansón, el gran juez de Israel, hijo de una mujer estéril (Jueces 13, 1-7). El de Samuel, primer profeta de Israel, hijo de Ana, otra mujer estéril que pedía a Dios continuamente el regalo de un niño (1 Samuel 1, 1-18). Ya en el Nuevo Testamento, será el caso de Juan el Bautista, hijo de Isabel, una mujer anciana. Ante la gran personalidad de hombres como Isaac o Sansón o Samuel, los relatores de sus vidas quieren indicar, desde que cuentan su origen, que fueron una «gracia» de Dios para el pueblo, que eran un don de Dios, más que fruto del acto por el que sus padres los engendraron. También quieren decir estas historias que allí donde el hombre y la mujer se ven limitados, donde la esperanza se apaga, Dios es capaz de sacar una nueva vida. Porque siempre es Dios el dueño de la vida, el que engendra, el que hace fecunda la tierra y el vientre de la mujer.

Cuando Lucas escribe su evangelio y nos cuenta la anunciación tiene presentes todas estas historias del Antiguo Testamento y elabora un relato que las evocara. María no conoce varón, es virgen, y a pesar de eso va a tener un hijo, que viene de Dios y que será el mayor don de Dios a la historia humana, su nacimiento va a ser transcendental para los seres humanos, que supera todo lo que pueden hacer o hasta imaginar. Lucas nos dice que el origen de Jesús está en la voluntad de Dios, decidido a salvar a la humanidad. De un virgen Dios sacará un niño: de la nada puede, de la que nada tiene (y este sentido de carencia tenía la virginidad en Israel), Dios sacará una vida que incluso llegará a vencer la muerte. Sólo Dios puede hacer algo así.

6. En este episodio no aparece ningún ángel. Pero sí una María que pregunta, duda y se sorprende de lo que está ocurriendo en ella. Lo mismo que se nos cuenta en el texto evangélico. La esperanza la recibirá de su abuelo Isaías.

En el nombre del abuelo Isaías hay un símbolo, igual que Lucas creó un símbolo en el ángel Gabriel. Isaías fue el profeta que anunció 800 años antes de Jesús a un niño que traería a Israel la paz y la justicia, un niño que se llamaría Emmanuel, que significa «Dios con nosotros» (Isaías 7, 13-14; 9, 5-6).

El abuelo Isaías le pide a María lo mismo que el ángel en el relato de Lucas y lo mismo que Dios pide a toda mujer cuando está embarazada: que acepte la vida, que se alegre con ella, que la reciba como don, que la acoja con la esperanza de que si Dios comienza una obra, la llevará a su término. En este «sí» a la vida, María empezó un largo y nada fácil camino de fe que la llevará hasta la cruz, donde Jesús perdió aquella vida que su madre le había dado. Esta fidelidad cada vez más madura de María hacen de ella la nueva y verdadera «hija de Sión», de quien los profetas también habían hablado como símbolo de todo el pueblo (Is 60, 1-2).


Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 1046-1057]

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