Rorate, coeli, desuper et nubes pluant iustum
Cielos, destilad el rocío;
nubes, derramad la victoria;
ábrase la tierra y brote la salvación,
y con ella germine la justicia. (Is 45,8)



Tras un día tonto en que sólo ha sucedido de verdad que el sol ha estado el menor tiempo al descubierto; y sin embargo, y para más recochineo, ha lucido como no lo había hecho en el otoño; una jornada esperada porque antiguos mayas parece que dijeron que llegaba el fin, y con expectación más tonta aún se ha estado preparando para “morir bella” o para dar por “concluido un gobierno”.
Tras este ayer de un hoy en que una ingente multitud espera “el gordo” que la diosa fortuna, ciega o perversa, reparta injusta y aleatoriamente, para salir del atolladero en que vive y poner parches a una vida toda llena de agujeros, tan grandes que parecen simas.
Ayer, hoy y mañana, en un presente que sabe de noches y oscuridad, de fracasos y de esfuerzos inútiles, de esperanzas vanas y de alegrías tan mezquinas, y que por eso se hace interminable hasta la desesperación.
En este ahora en que no sabemos hacia dónde nos llevan, si queremos seguir aquí aunque nos disguste cómo estamos, del todo impotentes y derrotados frente a un futuro que aún puede ser peor.
En un momento así, o parecido, surgió la voz de los profetas para despertar del sueño, del abatimiento, de la desmoralización… con promesas del todo inverosímiles, inalcanzables siquiera a la imaginación, totalmente gratuitas e inmerecidas.
Alguien que nos lleva muy adentro, en sus entrañas permanentemente, ha decidido estar también aquí, silencioso, paciente, pequeño y frágil, sólo compañero…

DIOS QUE HA DE VENIR
Mira, otra vez es adviento en el año de tu Iglesia, Dios mío. Otra vez rezamos las oraciones de la expectación y de la constancia, los cantos de la esperanza y de la promesa. Y otra vez toda miseria y toda expectación y todo aguardar lleno de fe se aglomeran en la palabra: ¡ven!
Extraña oración: Ya has venido, pusiste tu tienda de campaña entre nosotros, has participado de nuestra vida con sus pequeñas alegrías, con su larga rutina y su amargo fin. ¿Podíamos invitarte con nuestro «ven» a algo más que a eso? Penetraste tanto en nuestra vulgaridad que ya casi no te podemos distinguir de los demás hombres. Dios, que te llamaste hijo del hombre, ¿podías acercarte más a nosotros mediante tu venida? Y, sin embargo, oramos: ven. Y esta palabra nos sale del corazón como en otro tiempo a los patriarcas, reyes y profetas que veían tu día solamente desde lejos y lo bendecían.
¿Celebramos solamente el adviento o siempre es adviento? Pero ¿es que en verdad has venido ya? ¿Tú mismo, como nosotros queríamos decirlo cuando a la par deseábamos al que habría de venir, al Dios fuerte, padre del futuro, príncipe de la paz, la luz de la verdad y la dicha eterna? En las primeras páginas de la Sagrada Escritura ya está prometida tu venida y, sin embargo, en su última página, a la cual nunca debe ser agregada otra, se encuentra la oración: ¡Ven, Señor Jesús!
¿Eres Tú el eterno adviento que siempre debe estar en camino, pero que jamás llegará, en forma tal que sea la plenitud de toda espera? ¿Eres Tú el lejano inalcanzable a cuyo encuentro peregrinan todos los tiempos, todas las generaciones, las ansias todas de los corazones, por esas calles que nunca terminan? ¿Eres solamente el lejano horizonte que rodea la tierra de nuestros acciones y padecimientos, y que siempre permanece lejos a donde quiera que uno marche? ¿Eres tan sólo el hoy eterno que está igualmente cerca y lejos de todo, y que encierra en sí los tiempos y todos los cambios, indiferentemente? ¿O es que no quieres venir de ningún modo porque todavía posees lo que nosotros fuimos ayer, y hoy ya no somos, o porque te adelantaste ya al más lejano futuro nuestro desde toda la eternidad?
¿Acaso no te retiras siempre en tus abismos inconmensurables, que llenas con tu realidad, a una distancia doblemente mayor del camino que nosotros hemos recorrido en pos de tu eternidad con los pies sangrantes? La humanidad ¿ha logrado acercarse a ti desde que hace miles y miles de años dispuso la marcha a su aventura más dulce y temible: buscarte a ti? En mi vida ¿ya he logrado acercarme algo más a ti o es, al fin de cuentas, toda cercanía conquistada solamente la mayor amargura con que tu distancia embriaga mi alma? ¿Hemos de estar siempre lejos de ti, quizá porque Tú, infinito, estás constantemente cerca de nosotros y por eso no tienes deseos de venir a nosotros, ya que no existe sitio alguno al que hayas de venir, pues estás presente en todo?
Me dices que has venido ya en realidad: que tu nombre es Jesús, hijo de María, y que yo ya sabía en qué sitio y tiempo podría encontrarte. Señor, perdóname, pero este venir tuyo se debe llamar más bien un partir. Te has escondido en forma de siervo y te has encontrado como uno de nosotros, y Tú, Dios recóndito, penetraste como un cualquiera, inadvertidamente, en nuestras filas y has marchado con nosotros, los que propiamente estamos siempre de camino y nunca acabamos de llegar, porque todo cuanto alcanzamos solamente sirve para que consigamos lo último: el final. Estamos llamando: ven, Tú, el que nunca va, porque tu vida no tiene ocaso y tu realidad no conoce fin; ven Tú mismo porque nosotros solamente renovamos cada día el cambio hacia el fin.
Te llamamos porque desesperamos de nosotros mismos; sobre todo cuando, tranquilos y presos en nuestra finitud, nos juzgamos sabios. Hemos llamado a tu infinitud y hemos esperado una vida interminable fiados en la venida de tu infinitud. Porque nosotros los hombres, al menos aquellos a quienes Tú has regalado la última sabiduría de esta vida, aprendimos que fue en balde lo que intentábamos: huir por esfuerzo propio, azuzados por la asfixiante angustia de nuestra impotencia e inconstancia, por medios siempre nuevos, de nuestra propia existencia, y por mil caminos ser poseedores de algo eterno. Porque no nos podemos ayudar, porque no podemos librarnos de nosotros mismos, por eso hemos conjurado sobre nosotros la plenitud de tu vida, tu realidad y tu verdad, por eso hemos apelado a tu sabiduría y justicia, tu bondad y misericordia, para que Tú mismo vinieras, para que arrancaras todas las cercas de nuestra limitación, para que hicieras riqueza de la pobreza, eternidad de nuestra temporalidad.
Y nos has prometido que vendrías y viniste. Pero ¿cómo viniste y qué hiciste? Tomaste una vida humana y la hiciste vida tuya, en todo igual a nosotros: naciste de mujer, padeciste bajo Poncio Pilato, fuiste crucificado, muerto y sepultado. Tú has alcanzado aquello de lo que huimos. Comenzaste lo que según nuestra opinión debería terminar mediante tu venida: nuestra vida, la cual es impotencia, finitud en lo íntimo, y muerte. Precisamente tomaste este ser de hombre no para transformarlo, no para suavizarlo ni clarificarlo y divinizarlo visible o palpablemente, o al menos llenarlo de bienes hasta estallar, bienes que los hombres, en sustitución de lo eterno, apenas frugal y fatigosamente pudieran arrebatar del reducido y pedregoso barbecho de su temporalidad.
Hiciste nuestra vida, vida tuya, tal como nuestra vida es. La dejaste correr tal como la nuestra corre sobre esta tierra. La comenzaste con cuidados para que ni una gota de su tormento y de su gravosa estrechez se perdiera antes de que lo hubieras sufrido todo. También sobre tu vida rodó la cruel y espantosa aplanadora de la naturaleza ciega y de la evidente maldad humana. Y cuando tu vida humana levantaba la vista a aquel que en la verdad más clara y amor más quintaesenciado llamabas Padre, entonces veías tal como nosotros, hacia arriba, al Dios de caminos inescrutables y juicios incomprensibles, el cual tiende o deja pasar el cáliz según su deseo.
Y por toda la eternidad ningún «por qué» conduce al fondo de este deseo, que pudo haber sido otro y, sin embargo, quiso aquello que es incomprensible para nosotros. Tú debías venir para librarnos de nosotros mismos, y Tú, otra vez Tú, único libre e ilimitado, te «hiciste como nosotros». Y aunque sé que seguías siendo el que eras —¿no te estremeces ante nuestra mortalidad, Tú, inmortal; ante nuestra estrechez, Tú, inmenso; ante nuestra apariencia, Tú, verdad suma? ¿No te crucificaste a ti mismo en la criatura cuando recibías como vida propia, completamente cerca y completamente como propia, lo que antes solamente habías extendido en distancias eternas como el oscuro, anonadado fondo para tu luz inaccesible? ¿No es la cruz del Gólgota la figura visible de la cruz que fue preparada por ti mismo a través de los espacios eternos?
¿Es ésta tu venida? ¿Para esto convirtieron los hombres la historia inconmensurable en un único coro de adviento (en él, hasta el blasfemo te reclama), en un único grito por ti y por tu venida? ¿Ha desaparecido nuestra desdicha porque también Tú lloraste? La entrega a nuestra finitud ¿ya no es acaso la más espantosa forma de nuestra desesperación, precisamente por eso, porque Tú has pronunciado la palabra de la entrega en tu encarnación humana, y juntamente la has dicho con nosotros? Nuestro camino, que no quiere acabar, ¿tiene un fin dichoso porque viajas con nosotros? Pero ¿cómo y por qué puede ser así? ¿Cómo puede nuestra vida, por convertirse en tuya, ser la salvación de nuestra vida? ¿Cómo puedes Tú quedar precisamente bajo la ley y mediante esto redimirnos de la ley? (Gal 4, 5).
¿Es mi entrega a mi vida el comienzo de la liberación de su gravosa estrechez porque esta entrega se convirtió en el amén de tu vida humana, en el sí a tu venida cuya realización es contra todo lo que yo esperaba? Pero ¿de qué me sirve que ahora mi destino sea participación del tuyo si te has limitado a convertir el mío en el tuyo? ¿O convertiste mi vida en el solo comienzo de tu venida, en el solo comienzo de tu vida?
Vuelvo a entender poco a poco lo que he sabido siempre. Tú siempre estás viviendo y tu aparición en forma de siervo es el comienzo de tu venida para la liberación de la esclavitud que Tú aceptaste. Los caminos por los que Tú caminas tienen un fin. Estrecheces en las que Tú penetras se ensanchan. La cruz que Tú soportas se vuelve signo de la victoria. Propiamente no has venido. Todavía estás llegando: desde tu encarnación hasta la plenitud de este tiempo solamente hay un momento —y aunque miles de años corren a través de él para que, bendecidos por ti, se conviertan en partecita de ese momento—, aquel momento del hecho único que, en tu vida humana y su destino, nos une a todos nosotros juntamente con nuestros destinos y nos lleva al hogar de las eternas grandezas de la vida de Dios.
Porque has dado comienzo a este último hecho de tu creación, por eso en última instancia nada nuevo puede acontecer en este tiempo, sino que todos los tiempos están ahora inmóviles en el último fondo de las cosas; «el fin de los siglos ha irrumpido sobre nosotros» (1 Cor 10, 11). En este mundo existe un solo tiempo: tu adviento. Y cuando este último tiempo llegue a su término ya no existirá el tiempo, sino Tú en tu eternidad.
Si las obras son las que maduran, y no es el tiempo el que hace durar las cosas y las realidades; si una nueva realidad hace surgir una nueva época, con tu encarnación ha despuntado una nueva y última época. Pues ¿qué podía ya venir que este tiempo no lleve en su seno? ¿Que nosotros lleguemos a ser partícipes de ti? Sí, pero esto ha tenido lugar ya, porque Tú te dignaste participar de nuestra naturaleza. Se dice que Tú vendrás de nuevo. Es cierto. Pero propiamente no se trata de «volver de nuevo», pues Tú nunca nos abandonaste en tu naturaleza humana, que escogiste como tuya eternamente. Se trata sólo de que se manifieste con mayor claridad cada vez que Tú vienes realmente, que el corazón de todas las cosas se ha transformado ahora, porque Tú las has tomado en tu corazón.
Debes, pues, venir más y más, debe manifestarse con claridad lo que ha sucedido en el fondo de todos los seres, debe deshacerse en el interior de cada uno toda falsa ilusión, como si la finitud no hubiera quedado libre, ya que Tú la has tomado para ti, infundiéndole la vida. Mira, Tú vienes. Esto no es el pasado ni el futuro, sino el presente que se va llenando a sí mismo. Siempre está presente la hora de tu venida, y si alguna vez llega a su término nos habremos dado cuenta, aun nosotros, de que Tú realmente has venido. Haz que yo viva en esta hora de tu venida para que yo viva en ti, ¡oh, Dios que has de venir! Amén.
[Karl Rahner. Oraciones de vida. Publicaciones Claretianas. Madrid 1986, págs. 187-193]

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