Si yo le comprendo



No puedo por menos. Él tiene sus cifras, y le dicen una cosa. Está bien claro, indican que estamos saliendo, y que ya se ve bien cerca la boca de este túnel. Quien le diga lo contrario, no puede por menos de pensar, le está mintiendo o le llama mentiroso. Porque las cifras no engañan, como el algodón.
Natural de Jaén, estudió en la autónoma y enseguida le doctoraron. A partir de entonces los números han sido su oficio. Los grandes, que los pequeños se desprecian. Al fin y al cabo, el redondeo lo hacen hasta en la tienda de mi barrio. Por eso, porque él se maneja en lo macro, salvo que le pongan en pantalla gigante las cosas pequeñas, no llega a esas minucias que cualquiera pierde al coger o devolver el cambio. Muchos céntimos he recogido del suelo, y no he conseguido aumentar mi hacienda.
A la Hacienda, con mayúscula, se ha dedicado de por vida. Y se ha movido, supongo, en esferas altas. Ser condecorado con la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III no le ocurre a cualquiera. Por eso su limpiabotas no creo que tenga mucho trabajo, y deberá suplir con otras actividades hasta completar el cómputo necesario para cobrar a fin de mes un sueldo mínimamente digno.
Salvo que en su casa ocurra como donde yo me sé, que siendo parientes de la realeza, a un matrimonio de inmigrantes indios que conozco y que trabajaba allí, él de chofer y jardinero y ella de doncella a tiempo completo, cuando despedidos han regresado a mi ciudad, no digo que lo hayan hecho con una mano delante y otra detrás, –que entonces los habrían detenido por escándalo público y obscenidad manifiesta–, pero ha tenido que ser en mi parroquia donde encontraran para vestirse la ropa que no pudieron adquirir en los madriles.
Él, ya digo, vive a otro nivel. Y que le discutan las cifras de las que tanto se ufana, como que no es de recibo. Y esto sean las carítas, con minúscula, en plural y acentuado en la i que la pone en el nivel de importancia que se merece, o el sursum corda quien lo diga.
Cómo no voy a entender su contrariedad de que le discutan algo tan patente y manifiesto. Le han felicitado sus pares del fmi, del bm, y de ws. Cuando habla, los de su partido le aplauden a rabiar; no importa que los de enfrente pateen el suelo y pataleen ante sus palabras. Ignorantes, que son unos ignorantes. Y no les llama muertos de hambre, porque quedaría feo.
Yo no le pediría que se retractase, mucho menos se lo exigiría. Por mí puede continuar donde está y seguir haciendo lo que hasta ahora.
Y sonreír, mantener la mueca, con ese gesto y esa mirada de quien está seguro de tener razón. Gente como él da seguridad. Así da gusto.

Todavía no, pero todo puede cambiar


Si en mi infancia confraternizaba con ellos, de joven aprendí a temerlos. Llegué incluso a despreciarlos. Que Dios me perdone. Ahora están empezando a dar motivos para volver a mis temores juveniles, tras haberlos reconciliado conmigo en estos años de democracia pasados.
Se trata de los que entonces eran grises, luego marrones y ahora casi negros. La policía.
Mi casa en la ciudad y su cuartel se miraban de frente, ellos junto al río y mi ventana al poniente. Jugador de la calle, a todo lo que saliera en el grupo, muchas veces entré a su garaje a recoger el balón que se desvió cuesta abajo por la plaza de las Tenerías hasta allá dentro. O ellos mismos nos lo devolvían con alguna advertencia cariñosa, tipo algún día os vamos a atropellar. Eran tiempos blancos para mí, yo con siete u ocho años y ellos los guardias de asalto.
Mi paso por el convento me alejó de ellos, y cuando me los volví a encontrar estaba en Madrid, ya joven, asiduo de la universitaria y paseante por Princesa. Muchas veces, camino de clase o de vuelta de los comedores, hube de apartarme o de esconderme, temeroso de que en un descuido o por confusión me arrearan o me detuvieran. Era moneda corriente por entonces. Viles muy agresivos y prepotentes.
Comprendía que cumplían órdenes. E intenté disculpar sus malos modos pensando en la formación que recibían, y el ambiente en el que se movían. Era su misión, en un régimen opresor, reprimir.
Dejé de respetarlos cuando compañeros míos pasaron por sus manos en la dirección general de seguridad. Y de ahí al odio el paso fue inevitable. Nunca me llegaron a tocar físicamente. En el alma me dieron hasta puñetazos.
Llegó la democracia, y las cosas cambiaron. Ellos de actitud y de uniforme. Nosotros, o sea yo, de considerarlos enemigos a verlos como servidores de la convivencia. Incluso empecé a verlos amables y solícitos.
Si luego ha ocurrido algún percance, no lo tuve en cuenta; cosas de la vida y del momento. Han pasado muchos años y todo parecía marchar sobre ruedas.
En apenas unos meses me han dado motivos más que suficientes para dejar de ser contemporizador. Su actuación en retenciones a inmigrantes, requeridos en plena calle sólo por su aspecto. El asunto de los muertos en Melilla. Detalles que se han denunciado en comisarías con detenidos. Su mala actuación en la manifestación del 22M. Y la salida de madre de la noche pasada, aireada ya en Internet con toda claridad. Todo esto y lo que no conozco, pero sospecho que será bastante, puede terminar con ese idilio de años.
Si la policía de la democracia va a emplear los mismos modos que gastó la policía de aquellos años ya olvidados, triste policía y triste democracia. No es baladí este asunto. O reaccionan y reconocen sus fallos –o defectos que se hayan ido adhiriendo inadvertidamente– corrigiéndolos a continuación, o les ponen a mandamiento los responsables políticos, o…









Trescientos millones


Por una sola hora. Merece la pena, claro que sí. Hechos así los cálculos no seré yo quien los discuta.
Si se hicieran de otra manera, entonces, tal vez entonces, esa cuenta no me saldría. Ni por de exceso, ni por defecto.
Sumadas todas las horas que los habitantes del país vamos a “dejar de vivir” en el día de hoy, sacaría entonces el monedero y apoquinaría la calderilla que fuera necesaria para no levantarme antes de la cama. Punto primero.
Calculando que llevo casi un mes sin encender la luz al tirarme de entre las sábanas, y que hay focos en mi iglesia que he de conectar en cualquier momento porque la liturgia lo requiere, tampoco me compensa mover las agujas del reloj. Punto segundo.
Y punto tercero. ¿Cuánto valen las horas que me va a durar “el mono” que acompaña a este movimiento a lo largo del día solar? No tendrá una concreción estrictamente monetaria. Pero si en los juicios también se valoran los daños morales… ¡Que me indemnicen!
Si por defecto no lo veo nada rentable, tal vez por exceso sea de otra manera. Vamos a ello.
Ver amanecer es todo un privilegio. Y hoy voy a tener esa suerte. Ya estaba echándolo de menos. ¿O me estoy equivocando y es el atardecer el que voy a disfrutar? Me acabo de hacer un lío, pero algo que hasta ahora me perdía voy a recuperarlo. Y eso está bien.
Tampoco estoy seguro si a partir del cambio de hora voy a funcionar a ritmo del sol o va a ser el astro rey el que lo haga al compás de mi reloj. En cualquier caso, y puesto que soy más urbanita que otra cosa, la naturaleza y el cosmos no me van a impedir realizar todas mis gestiones en horario comercial. Y ese dato hay que tenerlo en cuenta; ir a comprar y que esté cerrado frustra, vaya que si frustra.
No me gusta irme a dormir cuando aún hay luz del día. Pero esto tiene difícil solución; porque hacia el tiempo que vamos, como las noches duran cada vez menos, o me pongo antifaz, o me tapo con la manta a pesar del calor, o no me acuesto, y ya está.
Finalmente, hay que tener en cuenta que no todas las horas duran lo mismo. Las hay cortas y largas, o sea que, como pasa con el café, también hay horas light, de esas que no sabes si las vives porque pasaron vacías. Esto en cuanto al contenido.
Luego está la calidad. Por un lado, los ratos buenos, que duren lo que duren, siempre pasan veloces. Por el otro, los malos, que se resisten a terminar. Ahí el tiempo se esfuma o se congela, según. Y las horas que se emplean en lo uno o en lo otro, no son de igual medida, ni hablar. Dicho esto, si a partir de hoy, lo bueno va a abundar sobre lo malo, porque en el buen tiempo es lo que se espera, en lugar de quitar habría que poner horas. O pagar. Y si lo que va a abundar, contra natura, es lo malo, mejor sería reducir, no una, muchas más horas.
En fin, resumiendo: trescientos millones de euros, es decir, 50.000.000.000 de las antiguas pesetas, bien merece un pequeño sacrificio.
¡Ah! que casi me lo callo. Este escrito y la irreflexión que contiene tiene dedicatoria: para DESCEREBRADO.

Una frivolidad



¿Qué otra cosa puede ser estarse un montón de horas encaramado en lo alto de una farola? ¡Gamberro! Si la policía, y sobre todo los jueces, fueran como deben ser, no ocurrirían estas cosas.
Ni es el primero, ni será el último en hacer el numerito. Sólo en un ratito he localizado estas fotografías.
 Unos lo hacen para divertirse.
Otros para que les miren.
Y habrá seguramente quien lo haga por estar de los nervios.
No creo que el de hoy, en Melilla, tuviera ganas de reír o de maravillar; y de beber, cero patatero.
¡Cómo será el lugar de donde vino! Ha preferido estar ahí arriba antes que volver.

Ahora ya puede descansar, aunque el CETI no sea, precisamente, un hotel de cinco estrellas.

Siguiente misterio: Jesús anuncia el Reino de Dios


En la Cena ecológica del Reino, Máximo Cerezo Barredo

Son luminosos los misterios que en jueves contempla el rosario, y no sé por qué me los salté ayer. (Tal vez esté viviendo tiempos algo oscuros, me sugiero, y necesitaba algo ilusionante). Los inventó el anterior del anterior papa, Juan Pablo II. Osó modificar la tradición en este punto, dejando otros bien importantes atados y bien atados. No creo que duren mucho en ese estado, habida cuenta de que Reino de Dios y nudos gordianos no casan en absoluto. Al tiempo. Yo que él habría colocado lazadas en su lugar. Sujetan, pero permiten con un simple gesto deshacer conflictos y recuperar libertad. Pero, claro, esto es otra insensatez que se me ocurre. Y van…
Uno, en su ingenuidad, en la que no se ve en solitario, cree aún que son posibles los imposibles; a pesar de tener enfrente la terca realidad. Predica, predica, pienso que dicen algunos, cuando me ven insistir, por ejemplo, en que canten, en que hablen, en que estén; opinar sí opinan, muchos de manera ausente; no vuelven y ya está; o siguen estando, pero pasivos, meros espectadores. Es que mi niño no entiende, o no se ve implicado; se aburre. No consigo convencerlo para que vaya contento. Dice alguna mamá; los papás, suelen encogerse de hombros y, a lo más, sonríen.
Ahora las cosas deben ser entretenidas, hay que pasárselo bien para que interesen. La comida, diver; el cole, diver; los deberes, diver; todo guay del paraguay.
Mientras tanto, se crean situaciones nuevas al margen de lo organizado. En cada lugar de una manera. Eso es puro relativismo, concluyen los de siempre. Y desaniman, por si hiciera falta. Entre estos y los otros, que amedrentan, el personal se asoma pero no se lanza, no rompe, no se desata. Y ¡ay que ver cómo molan las melenas al viento, las trenzas deshechas y los pelos revueltos!
Yo sigo impertérrito, sin ceder al desaliento. Algo surge, de vez en cuando. Y entonces suspiramos satisfechos.
De repente se cubre el cielo y te enteras de que, por ejemplo, vuelve la guerra fría, que se ha mantenido callada en el viejo arcón congelador de la historia. O el osco gesto de la adusta cara centroeuropea que avisa rechazar a los más pobres, porque afean y además cuestan dinero. O ves que amenazan con volver los grises y la orden terminante en medio de la plaza: ¡circulen, disuélvanse!
¡Ay si Gorbachov, levantara la cabeza!
¿Qué diría Konrad Adenauer a la Anguela Merkel: gracias por unificar las alemanias o si llego a saber esto ni dimito ni me muero?
¿Habrá resucitado Manuel Fraga para gritar que la calle sigue siendo suya?
¡Ahí está lo nuevo! ¡Mirad que se aproxima!
Contentos, sí. Complicados, también. ¿Implicados? Esa es otra canción.

Cuarto misterio: María es ascendida en cuerpo y alma a los Cielos


La gloria de todos los santos. G.B.Ricci, lienzo

Este misterio de los gloriosos me gusta y no me gusta. Me gusta por lo que dice, que María, la madre de Jesús, está viva tras la muerte. Es la primera consecuencia que según mi fe extraigo de la resurrección de Jesús. Me disgusta porque pone al mismo nivel a todo perro pichichi. Y eso me cuesta digerirlo.
A veces me sale el hermano mayor que anida en mí, y me considero más digno que el calavera que, tras trotar a su bola, vuelve y es considerado, honrado y beneficiado.
A la gente se la conoce al beber, en el juego y sobre todo cuando puede hacer sin correr ningún riesgo. Si en las dos primeras circunstancias alguien puede perder su compostura llevado por la fuerza del vino o por los desatinos de la fortuna, en esta última, con capucha o abiertamente, actúa por propia iniciativa evitando cualquier responsabilidad. Especialmente me parecen despreciables quienes, porque están más allá del alcance de la justicia, se expresan y manifiestan con altanería, prepotencia y ausencia de principios éticos. Y si pasan a los hechos, por más que estén sujetos al derecho vigente, se ganan de pleno ni repudio.
No somos todos iguales. No vale la tabula rasa. ¿Todos directos al cielo?
Cierto que no existe lo blanco/blanco frente a lo negro/negro. Menos aún la verdad y la falsedad sin zona intermedia, el claroscuro. Los buenos y los malos ha sido una medida demasiado poco rigurosa para dividirnos y diferenciarnos. Cada hecho tiene su aspecto poliédrico y cada persona sus razones. Tirar líneas rectas es muy fácil, pero injusto. Incluso las curvas resultan ineficaces a la hora de señalar qué es aceptable y qué no lo es.
Habría que introducir más variables, tantas que serían demasiadas para hacer del conjunto un sistema resoluble. N ecuaciones con n incógnitas no hay dios que encare victoriosamente.
A la luz de este cuarto paso del rosario de la gloria descubro que me hallo ante un misterio demasiado denso: por indignos que podamos considerarnos, Alguien nos espera. ¿Cómo logrará que entremos gordos y deformes por portilla tan estrecha y pinturera?
Sin embargo, en tanto llega aquel final, o principio al parecer, aquí tenemos que vérnoslas con lo que hay. Y eso es precisamente el asunto de este post. Hay gente canalla, mala y retorcida; pobres que ansían ser ricos; ricos que lo son y además se aprovechan; ladrones de guante blanco; asesinos de cuerpos y almas; vividores a costa del prójimo; poderosos sin escrúpulos; seres con apariencia humana, y entrañas de chacal.
Si a la postre todos al bollo, entonces no cavemos hoyos; simplemente luchemos para que cambien los malos (¿los menos buenos?), por las buenas o a la fuerza. (Sin violencia, por supuesto).

Tercer misterio: La venida del Espíritu Santo


Mural de la Catedral de la Prelatura de São Félix do Araguaia, "Mino" Máximo Cerezo Barredo

Me gusta más expresarlo a mi manera, según el momento en que me encuentre. Al fin y al cabo, el rezo personal no tiene por qué estar atado a normal alguna. Así que hoy lo he titulado El Espíritu Santo anima a los discípulos de Jesús constituyéndolos en Iglesia. Hoy tocan gloriosos. Disfruto mucho con ellos. Y especialmente con éste.
Hay quien se pasa y usa el hebreo: ruah, que suena ruaj. Yo prefiero el castellano, viento, aire, brisa; cualquiera de ellos me vale. No me importa también seguir la tradición y decir espíritu, al fin y al cabo así nos entendemos la mayoría. Pero no usar pneuma, que me pone de los nervios siquiera sea por la de pinchazos en la bici que me han sobrevenido pillándome sin la caja de los parches a la mano.
Es la vida en su constante bullir, que nos lleva y que nos trae; que nos hace estar presentes en cada instante y circunstancia; que nos da la correlación de fuerzas que inciden, nos atraviesan y nos desparraman; que nos constituye según un orden y concierto o tan pronto nos sorprende con inusitadas novedades y arriesgados saltos de página. Que nos descompone cuando nos saca de quicio y nos descoloca. Que nos impide sestear a la sombra de la umbría en los duros calores. Que nos incita a pasar ratos largos de reflexión en las soleadas y quietas mañanas del frío invierno. Acción, reacción; arranque, pausa, parada y volver a empezar como si todo fuera comienzo cuando en realidad es continuación.
Sentirse vivo es la más gloriosa de la sensaciones. No te digo lo que será saberse capaz de vivificar, dar vida, generarla, renovarla, actualizarla, prolongarla. En esto me siento lego; apenas si alcanzo a conservarla, cuidándola y protegiéndola.
Contemplo el jardín, aún dormido, e imagino a Felipe, su creador. Tuvo momentos de gloria, un vergel. Ahora a duras penas se conserva. Si otro fuera el hortelano ¿sería más o sería menos? Cierto que unos plantan y otros riegan, hay quien siembra y quien cosecha, y hay también almacenadores de lo que no han trabajado. ¿De quién de todos ellos ha de ser la gloria?
Mi padre, que era fiel a sus principios, tuvo un solo almacenista de referencia, Antonio. De Fuentes de Nava, Palencia. Honradez por honradez, que no estaba al uso.
Ahora me pregunto por cómo ser honrado con la vida, la recibida, la entregada. Reconozco que la que han puesto en mis manos estaba en buenas condiciones. Dudo si a mi cuidado está siendo mejorada. Ahora, que compruebo que tantos de mis compañeros ya están para el arrastre*, me pregunto si la devolveré mejor que la recibí.
Consejos sobran, al menos a mí no me faltan. Me llegan de todas partes, incluso desde lo más alto; mismamente esta mañana papa Francisco lo ha dicho en la casa Santa Marta. Pero también a pie de obra, cuando vienen a pedir, o me recuerdan lo que debo y no debo hacer; cuando expresan que les gustaría tanto que me amoldase a sus pretensiones, o aceptando de buena gana o resignados lo que se ofrece por igual para todos.
Ser dócil a la vida, actuar responsablemente ante ella, vivir honestamente –curiosa palabra que escuché por primera vez en inglés, Honest to God, del obispo John A. T. Robinson– como lo hizo Dietrich Bonhoeffer, por ejemplo, como lo hace tanta gente que conozco que ni da cuartos al pregonero ni exige lo que no es capaz de ofrecer.
Y me voy corriendo, que Gumi tiene una urgencia. Termino, fecho y firmo. Sin rúbrica.

*Mi arcipreste, que además es el vicario del clero diocesano, acaba de enviarme por correo los nombres de los curas enfermos o ancianos, ingresados en hospitales y residencias, recluidos en casa o atendidos por familiares, con el ruego de que pase a visitarlos y en todo caso los tenga en mis oraciones. Al tiempo solicita disponibilidad para atender en domingos, festivos y Semana Santa a comunidades que se han quedado sin cura.

Segundo misterio: El Señor, atado a la columna


El Señor atado a la columna, Gregorio Fernández. 1619. Iglesia Penitencial de la Santa Vera Cruz. Valladolid

Una y otra vez han pasado las imágenes: unos energúmenos atacando sin piedad a un pobre hombre. Iba con casco, es verdad, pero desarmado. ¿Le habrían puesto allí para que le dieran?
No consigo comprender cómo aquella marea humana que venía andando desde los confines del país por diferentes caminos, que había ocupado las calles céntricas de Madrid para expresar su indignación, y a través suyo, el de otros muchos que no pudimos estar, que se había mostrado con energía pero en paz, devino en semejante batalla campal. Y desigual. El pueblo contra el pueblo.
Con alevosía. Nadie me diga que aquello surgió de pronto. No me trago lo de incontrolados. La jugada fue estudiada. Algo falló en algún eslabón de la vigilancia. ¿Fue descuido? ¿Y si hubiese interés en que así sucediera?
Hasta aquí hemos llegado.
Habla, pueblo, habla. Fue otra época. ¿Ahora es calla, pueblo, calla?
Nadie piense que escribo irreverentemente. Estaba vez tocaban dolorosos. Hoy, el que está así de lastimosamente impresentable es el pueblo entero. Abandonado. Apaleado. Desahuciado. Enmudecido. Expoliado. Hambriento. Humillado. Impotente. Inmovilizado. Hecho unos zorros.
Dura lex, sed lex. Esto dijeron los antiguos. Ahora, para ser lex de verdad, debe apresurar el paso, incluso correr; de otro modo, no nos sirve; es papel mojado por muy dura que aparente

Primer misterio: La anunciación del ángel a María

Jan van Eyck, Díptico de la Anunciación, c. 1433-1435. Óleo sobre tabla. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Este díptico es un importante exponente de la pintura en grisalla, donde Van Eyck renuncia intencionadamente a la utilización de cualquier color primario y concibe la imagen mediante la aplicación del blanco y del negro, creando la ilusión de un grupo escultórico. La pintura forma parte de un conjunto de obras de pequeñas dimensiones que pudo estar destinado a la devoción privada. Las inscripciones realizadas en los marcos son muy frecuentes en sus tablas y aquí aluden al tema del díptico; en este caso recogen la primera y última frase del diálogo entre María y el arcángel tomado del Evangelio de san Lucas. Los marcos están pintados también por el artista produciendo un trampantojo y un exquisito juego de molduras.

Sí, porque ayer fue lunes, y así comencé mi rosario cuando, por la tarde y antes de que llegara la chavalada, sacaba a Gumi & Berto a aliviarse y olisquear de paso por el barrio. Rezar no sé si recé, pero pensar, vaya si lo hice. De nada valieron los tirones que soporté, las paradas que me vi forzado a realizar; los pensamientos se atropellaban dentro de mí, descontrolados, sin cabezada ni ramal, y me fue del todo imposible ponerlos orden. Una vez más, resulté un desastre.
Había amanecido frío, casi invernal, en tanto que por los ojos me entraba la primavera de los almendros ya perdiendo la flor. ¿Es o no es? Me preguntaba, ocultando el rostro en la bufanda y las manos ateridas en el fondo de los bolsillos. Si mejoró el día, no conseguí apreciarlo. ¿Soy yo o es que el sol no logra despertar del todo?
Más que el cuerpo, era el alma la que se negaba a espurrirse. Un encogimiento extraño me atenazaba. Y desgranando los misterios gozosos del santísimo rosario, no encontraba rastro de entusiasmo por donde encarrilar mis avemarías.
Me negué a ver la tele, mas alguna escena se me coló de soslayo. Larga cola de madrileños y madrileñas, rostros serios, alguna que otra lágrima no reprimida, palabras y palabras y palabras. Silencio también.
De otra parte me llega todo lo contrario: no es lo que parece. La historia, que coloca a cada quien en su lugar, también puede se manipulada para dar otra versión.
Año 1975, noviembre. Fidela, mi ángel de la guarda en aquel pueblo, llora suavemente. En silencio nos atiende a la mesa; y, mientras comemos el cocido que tocaba, un torozón por dentro nos oprime. No está claro si nos dolemos o es alivio. Y ahora ¿qué va a ser de nosotros? Atado y bien atado. Pero no teníamos otra sensación sino la incertidumbre de un pasado que pudiera volver a repetirse; y ella había perdido al padre, peón caminero, arrebatado vilmente en la misma cuneta a su cuidado.
No me queráis tanto y votadme más. Si lo dijo o no lo dijo, ahí están esas palabras. Humillante derrota en las urnas, no importa si luego era aclamado. Y también en los despachos. ¿O eso fue traición?
Intento no dejarme llevar por la evidencia, sabiendo que las apariencias tantas veces engañan. Que un abrazo puede ser también trampa mortal; un beso, rechazo; una mirada, asesina; un aplauso, despedida; una palabra, pesada losa que sepulte en el olvido.
Tras veinticinco años de paz… llegaron cincuenta años de silencio y olvido. En aras de la convivencia, sí. Y de la modernización y el progreso, también. De la democracia tutelada primero, luego ¿descafeinada? Y ¿dónde está, dónde encontrar la necesaria reconciliación?
Una libertad sin cadenas… puede que la tenga Dios. Una libertad sin ira, si no está dignamente aderezada y adecuadamente adobada, ¿es primavera o es invierno?
Anunciación en gris, óleo que parece piedra, trampantojo sobre el misterio, gozo e inquietud a un tiempo, la siempre incertidumbre de la vida que bulle a pesar de todo.
A la vuelta del paseo, comentando que la Eucaristía es un Comida sobre la Mesa Común, y respondiendo a sus preguntas, descubro que los niños y las niñas están inquietos/as por otros asuntos que a los mayores se nos escapan o ya no nos interesan ni nos corresponden:
–Oye, míguel, ¿por qué te bebes tú lo que queda?
–Y si mastico, ¿qué?
–¿A qué sabe eso?

Fumando lo recuerdo



Entonces se hacía en cualquier parte, o casi. Salvo en las iglesias. Al menos nunca vi hacerlo.
Suárez, y Carrillo, y Felipe González, todos fumábamos. Fraga no. Él comía aparte.
Nunca voté por Adolfo Suárez, ni por su partido, fuera el primero, UCD, fuera el segundo, CDS; tampoco me arrepiento. Pero no me olvido. Es más, yo, que fumaba por entonces lo que pillaba, desde celtas hasta picadura pasando por ducados, fui un día al estanco y pedí lo que fumaba Suárez, y me dieron ducados internacional.
Ahora ya consumo otra cosa, fiel a mis gustos y necesidades, y sigo echando papelas en las urnas en el mismo sentido que aquel 15 de junio del 77.
Estoy orgulloso de haber vivido aquellos años. Nunca como entonces experimenté la generosidad en semejante grado, ni en la política, ni las letras, ni en las artes, ni en lo social, ni en lo sindical, ni en la práctica de la fe.
Y la renuncia, esa virtud tan poco usual, que, unida a la entrega y al interés por el bien común, tuvo que vérselas, bien encarnada en Adolfo Suárez y en otras personas de distinta opción política, con la bellaquería, la ruindad y la cobardía, que abundaban por entonces, y son el pan de cada día en la actualidad.


No fue dios, afortunadamente. Por eso tampoco disfrutó de pringosos cargos y lucrativos sueldos. De carne y hueso, fumándose la propia vida en cada cigarrillo, la vida no le ahorró ningún dolor salvo al final, trasladándolo al limbo de los justos.
En el cielo, donde tengo entendido que el tabaco no mata, el que fuera Presidente del Gobierno en la etapa más memorable de nuestra reciente historia patria, apenas cuatro años, entre el humo azulón del fumeque cantará las cuarenta en bastos ante Santiago Carrillo, otro que también gustaba del habano.


Si uno fue un tahúr del mississipi, el otro tampoco anduvo manco con las cartas. ¿O fue con el ajedrez? ¡Maldita desmemoria!

Viralizando




Neologismo de amplio espectro que acabo de aprender, viralizar: dar a una unidad de información la capacidad de multiplicarse exponencialmente. Automáticamente. Sea vídeo, imagen, texto o audio. Por el boca a boca o vía correo electrónico. Sin intencionalidad, sin publicidad, sin barreras ni distancias idiomáticas.
Lejos de ser perjudicial o dañino, como podría sugerir la palabra virus, resulta por el contrario sumamente placentero y beneficioso. Y en absoluto con vocación de permanencia; tal como viene, puede marcharse. Exactamente igual que ese malestar estomacal, made in virus veraniego, que llega de repente, te revuelve las tripas y desaparece misteriosa y afortunadamente. Tras su presencia transitoria, vuelve la ansiada normalidad.
Tres, dicen, son las características comunes a este fenómenos de masas:
1. Se trata de asuntos humanos.
2. No admiten equidistancia, los amas o los odias.
3. No sólo permiten, impelen la participación, tomar partido, inclinar el fiel de la balanza.
Poca gente, de la que conozco, e incluso de la que ignoro casi todo salvo que es viajera habitual de internet y deja su huella en forma de comentario, sea flor o sea seta, ha quedado impasible ante la actuación de Cristina Scuccia, siciliana con hábito de monja. Su gesta ya está siendo inmortalizada temporalmente y corre veloz el contador de visitas y copias de su diálogo con los “maestros” que rivalizaron por hacerse con su encantadora presencia.
Ya hay quien está sacando sustanciosas conclusiones. De las económicas y monetarias no hablo. De tal manera que, con tal de que llame la atención y atraiga personal, –así es como se pretende comprender lo del “hagan ruido” franciscano­–, cualquier cosa debe ser bien recibida.
Me niego a sacar algún tipo de enseñanza de este asunto. Cuando lo vi, disfruté. Tanto lo repetí que creí desgastarlo. Rezuma frescura y espontaneidad. Parece cosa ingenua y carente de intencionalidad, un simple juego alegre y chisposo, un sencillo “tengo un don y te lo ofrezco”, un abrazo simpático y un deseo expresado de ser atendida con cariño.
Si resultase que hay otras cosas, allá cada cual; a mí no me interesan.

Previsible




Como era de prever, Gumi ronca junto a mí, enroscado en el sillón. Antes ha estado echadazo encima de mi cama, luego de darse unas carreras alocadas por el jardín, a la luz de la luna. Y antes de eso, cuando ha calculado que ya estaba terminando de cenar, se ha subido sobre mí, dando por concluido el refrigerio. El de ambos, porque alternamos los bocados, este para mí, este para ti, esto me lo como yo, eso es lo tuyo, y así.
Esta es la rutina de todas las noches. Somos previsibles. El resto del día igualmente podía ser pormenorizado para concluir que la previsión reina en nuestras vidas. No están nuestros pasos y gestos medidos, pero casi.
Hay excepciones, sin embargo. Tanto por mi parte, como por la suya. Como anoche, por ejemplo, que consiguió abrir el portón, no sé si con la pata o con el morro, y se fue a oler cosas a la otra punta del barrio. Seguí fumándome el pitillo a la espera de su vuelta, o de acabarlo y salir en su búsqueda. No hizo falta, alguien le trajo arreando hasta casa, resistiendo los ladridos secos que en plan protesta no paró de dirigirle. Previsible también, en su totalidad.
Es curioso que Gumi sea previsible incluso cuando imprevisiblemente se larga sin decir me voy. También me ocurre a mí algo parecido; de repente se me ocurre algo y, sin pensarlo ni sopesarlo, lo suelto ante la concurrencia, que se queda silenciosa, nada sorprendida, como pensando a ver por dónde va a seguir éste. Y previsiblemente, mi discurso continúa exactamente igual que si esa imprevisión no hubiera tenido lugar.

Adolfo Suárez es la persona que yo considero absolutamente imprevisible. Con una imprevisibilidad total e irrepetible. Si no lo hubiera vivido, no lo creería. Pensar que alguien forjado en el régimen anterior, formando parte integrante de él y con mando en plaza, que no era moco de pavo, pudiera realizar lo que él, con ayuda o sin ayuda, se empeñó y consiguió llevar a cabo, estaba fuera de toda lógica, al menos de la mía. Y lo hizo. En ese sentido reside en él una contradicción radical, porque a partir del hecho de su existencia el resto, todo lo demás, ha sido previsible.
Tan es así, que no encuentro en su persona y en su actuar ante el público a lo largo de estos años que conozco, desde 1976 hasta ahora, ningún detalle, giro o gesto que no pudiera considerar en él predecible, imaginable, pronosticable o cuando menos probable. ¿Decir esto es afirmar que fue honesto, claro, consecuente y valiente? Sea.
Por eso ahora me inquieta lo que yo considero imprevisión errática o a destiempo, ¿extemporánea?: el anuncio de que se muere. Esto por un lado. Y por el otro, que digan que él dijo que le gustaría que le enterraran en la catedral de su ciudad, Ávila. Lo considero extraño en él, que dijo puedo prometer y prometió. Y anunció me voy, y se fue. A no ser que ahora otros estén diciendo por él, lo cual es bien diferente.
Cuándo sea el momento de su muerte y dónde le lleven a enterrar, ya no es Adolfo Suárez quien lo diga. Que él fue absoluta, radical y netamente previsible.
Por eso nunca voté por él. Como tampoco lo he hecho ni lo pienso hacer por Gumi.

¡Qué delicia!


¿Il diavolo e la santa?





¡Mucho mejor!


Un abrazo y una llamada de teléfono

Alas duras, alas maduras




No lo corrijo, pero lo explico. Quise escribir, pero el aparato hizo lo que quiso y juntó palabras. Y acertó, porque a las duras, a las maduras dice bastante menos. Hay quien las tiene de cartón piedra, y quien de pura piedra-piedra, o sea, auténtico basalto.
Me refiero a la réplica de una tal Caram a una crítica de un tal Jorge. Ella, monja de clausura en boga periodística y mediática; él, cura en su parroquia con blog también marchoso.
No reproduzco sus afirmaciones, porque yo por esas tierras no transito. Quien lo haga, verá. Yo sólo sé por intermediaciones. Y no me gusta lo que me ha llegado.
Si alguien sale en la tele, que mida sus palabras y se atenga a las consecuencias. Quien critica, que asuma la réplica que le llegue.
Pero los modos, ¡hay los modos!, no me parece que sean de buen recibo.
Aquello de “mirad cómo se aman” lo hemos transmutado por esto que dice “mirad cómo se despellejan”. Nada nuevo bajo el sol, porque ya San Pablo lo puso sobre la mesa: «15Cuidado, que si os seguís mordiendo y devorando unos a otros, os vais a destrozar mutuamente» (Gálatas 5).
Desde que llegué me olió poco bien. “Este es un carca”. “Ese es un progre resentido”. “Aquel aspira a torquemada”. Enseguida vi que el personal estaba dividido, separado, enfrentado. Y no ha cambiado con el tiempo, salvo para empeorar. ¡De Trento! ¡Pues yo soy del Vaticano II! Ello no obstante, aquí todos respirábamos, eso se decía con insistencia, el aire nuevo conciliar. ¡Cincuenta años! Ahora todos y todas somos de Francisco. Pues qué bien. Queda la mar de bonito.
Claro que es normal que existan diferentes sensibilidades; al fin y al cabo cada quien mira por su agujerito y ve las cosas a su modo y manera. Que si casulla de guitarra, que si sólo alba y estola, que si para qué disfraces…
No me ha gustado nada la réplica de la tal Lucía. Si se ha picado, que coma ajos. Y si no, porque está por encima de esas pequeñeces, ¿a qué ton responder como lo ha hecho?
La máquina me ha corregido, y esto empieza a preocuparme. ¿Llegará un momento en que los robots nos superen en sensibilidad y dulzura?
Casi resulta bondadoso quedarse alicorto que alado con alas duras de pelar… y peor de digerir.

Qué difícil me resulta pensar en San José de esta manera


La Sagrada Familia del Pajarito. Sebastián Esteban Murillo. Hacia 1650. Museo Nacional del Prado
Es verdad que la mejor manera de celebrar a una persona currante es currando, no holgando. La fiesta de San José bendito, sin embargo, siempre la he pensado superlativamente, es decir, haciendo una fiestorra.
Así que no consigo compaginar el ruido de “martillos, turbinas, ladridos, chubascos” con el de un José silencioso, que no se deja hundir por el misterio que le sobreviene sino que agudiza todo lo demás, –ojos, oídos, corazón, cerebro, risa y llanto–, para entonar sin palabras el más bello canto a la vida.
Como tampoco logro comprender qué sea eso de “putativo” referido a un padre tan esforzado. ¿Querrá decir, por ventura, que sólo cuenta a la hora de la verdad si un bichito con cola sube contra corriente para pillar y luego anidar? Y todo lo demás, ¡qué!
Al pobre de San José siempre le han roído los calzones los pillastres con hocico y rabo, y así lo tenemos, a la sombra, entre bambalinas y siempre de segundón.
Hay que reivindicarle por si él no supiera hacerlo. A fuerza de considerarle tan poquita cosa parece como si no contara. Pues sépase que fue él, José, quien puso nombre a Jesús, que lo dice el evangelio. Y eso es mucho decir, porque es lo primero que dice la Biblia que hizo el hombre, poner nombre a los animales y a las cosas. O sea.
Fue, igualmente, el que acompañó a María gestante y luego alumbrante. No daría biberones, o sí, vaya usted a saber. Y cambiaría pañales, y le haría al niño pedorretas y arrumacos. Le dormiría y le bañaría. Y aluego, le llevaría a cazar ranas y renacuajos, a buscar nidos y a contar estrellas. Sería su maestro en el taller, le llevaría de la mano calle arriba hasta la sinagoga del pueblo, le mostraría orgulloso como su hijo ante los paisanos; y, lo mismo que lo hizo viajero de ida y vuelta hasta Egipto, también le llevó a Jerusalén, dándole tanta cuerda que hasta se perdió entre los sabios de entonces.
En fin, que San José fue el padre de Jesús para todos  los efectos. Los que cuentan, claro.
Así que no veo por qué tenemos que considerar que el diez y nueve de marzo tenga que venir en rojo. Puede estar en negro, como lo demás, o en azul o en amarillo. Pero una cosa no me parece: que pase este día y, como no hay holganza, nos olvidemos del José el de la María, sí hombre sí, de Nazaret de Judá; un pueblito perdido entre montañas que no aparece en los mapas ni de entonces ni de ahora. Fue todo un pedazo de ser humano, e hizo lo que tenía que hacer, en silencio y con aplicación. Con toda la aplicación del mundo.

En el día de San José


Largo y entrañable resultó el día de ayer. Lo dediqué todo entero a despedirme de don José. A ratos solo, y a ratos acompañado.
En el tú a tú, por la mañana, comprobé que el embalsamador le había tratado igual de mal que los de gescartera allá por los primeros años 2000. En ningún caso se lo merecía, y en ambos calló y aguantó. Rara manera de salir de escena, tanto entonces como ahora.
Así era él. Delicado hasta en el apellido. Le recordé cómo le conocí, el 7 de junio del 75, con cuarenta y ocho años, rostro blanco resplandeciente, pelo dorado brillante peinado a raya, sonrisa amplia, tomándome el tupé que, a mis veintisiete años, no sabía para qué me había citado a semejante hora de la tarde, apenas un ratejo después de su entrada en Valladolid. A los diez minutos salía yo flotando por el enorme pasillo del seminario, no creyéndome lo que acababa de escuchar. Pero si eran verdad sus palabras, el domingo de la semana siguiente me iba a ordenar. ¿Ordenar? ¡Ordenar!
Aquella noche no dormí. En apenas ocho días tuve que organizarlo todo… lo poco que decidí organizar.
Ni sé cómo conseguí ayer enjaretar la comida, que, por avatares del destino y de los entresijos de la administración de justicia, de la administración local y de la seguridad social, por este orden y no por casualidad, me tocó a mí.  Ocurre de vez en cuando. Pero esta vez lo hice maquinalmente, sin poner nada de atención. Seguía hablando con él incluso al cortar en pedazos las alcachofas; así me puse las manos. Así me pescó más de una vez cuando le daba por acercarse a visitarme sin avisar: con las manos en la masa y el buzo por armadura.
Tras la siesta, esta vez sin ensoñaciones, me dirigí con tiempo a la catedral. Pedaleo suave por calles solitarias. Silencio en la ciudad. A las cuatro y media, logro entrar entre el gentío. No cabe un alfiler más. Logro situarme, como siempre o casi, en un extremo.
Asisto/participo/concelebro, pero tengo el cuerpo mismamente como aquel lejano siete de junio del setenta y cinco. Han transcurrido más de treinta y ocho años, por eso no consigo mantener secos los ojos. Hay cosas que con la edad no se pueden evitar.
Hoy, si fuera posible, le felicitaría. Es San José, el día de su santo.

Don José Delicado Baeza



Aún me sigo preguntando cómo se le ocurriría ordenarme. Don José se volvió y me respondió más o menos estas palabras: Ni tú ni yo nos lo merecemos. Lo hemos recibido gratis para el servicio de Dios y de la Iglesia. E importa mucho cómo lo desempeñemos. Ante tanta responsabilidad, sólo nos queda confiar y dejarnos llevar por el Espíritu.
Acaba de morir. Desgastado del todo, su cuerpo ha dicho basta ya, y se ha dejado ir… Ha terminado su función, ha concluido el espectáculo, ha llevado a término su triple salto mortal.
Doy gracias a Dios por su vida, por el cariño que me profesó, por la estima en que me tuvo, por su confianza en mí cuando ni yo daba unos céntimos de peseta por mis huesos.
Soy lo que soy, y estoy donde estoy porque él lo permitió.
Ahora descansa de todos sus afanes y participa del gozo de la gloria que a todos nos tiene reservado el Señor.
No esperaré a que incoen su expediente. Me importa un bledo si hay proceso o no lo hay. Don José se ha fundido con el Solo Santo. No tengo más que decir.


Como la luz y el viento
desde una torre,
mi corazón Te sueña,
no Te conoce.

Tras las cimas más altas,
todas las noches
mi corazón Te sueña,
no Te conoce.

¿Entre qué manos, dime,
duerme la noche,
la música en la brisa,
mi amor en dónde?

¿La infancia de mis ojos
y el leve roce
de la sangre en mis venas,
Señor, en dónde?

Lo mismo que las nubes,
y más veloces,
¿las horas de mi infancia,
Señor, en dónde?
Leopoldo Panero. La estancia vacía, 1944

Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;

tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.
José Luis Martín Descalzo. Testamento del pájaro solitario. 1991


Hoy no me apetece



Me obligo, pues, a darle a la tecla, disciplinadamente como en tantas otras cosas que me impongo. Ya sé que decirlo aquí es tontería, al fin y al cabo a nadie importa.
Escojo uno de los hilos que tengo más a mano y dejo que mis pensamientos se expresen en la pantalla de mi mac. Dejo a un lado a don Ricardo, que ahora está en boca de muchos. Callo lo del ascensor catedralicio, porque es cosa hecha. Omito lo de hoy en misa, homilía compartida, que es asunto familiar y no conviene extrapolar –quiero decir exagerar– ni dar al pregonero.
En suma, tomo lo que en verdad ahora me preocupa, porque me asusta: el asunto de Ucrania. Está justo ahí al lado, no podemos pensarla al otro lado del mundo. Lleva un tiempo revuelta y aún no ha salpicado. ¿Alguien puede asegurar que eso no ocurra? Las armas las carga el diablo. Es viejo dicho castellano. Un asunto familiar puede derivar en vecinal, y finalmente en global. Así empezaron otras guerras.
Todo pende de la buena o mala voluntad. No hay un orden internacional, al menos no eficaz y contundente. Y es bueno que así sea, para que nadie lo mangonee, ni partidista ni interesadamente.
Reconozco que no me sé la historia. Al menos la de Rusia con las naciones vecinas. Supongo que tienen motivos para quererse, y razones para no quererse. Eso también ocurre entre las mejores familias. Ojala sea solamente yo el ignorante y sobre este particular nadie más tenga dudas. Es bueno sentir que todo el resto asiste y contempla sin sacar el arma, ni siquiera amagar.
La primera vez que leí sobre Crimea fue enterándome de la vida de Florence Nightingale. Colección Vidas ejemplares. Allí, precisamente en una guerra, desarrolló su verdadera vocación: la enfermería. En mis ojos infantiles, siguiendo sus afanes, se fueron dibujando, ya entonces, imágenes de heridos y hospitales de campaña, sufrimiento y abnegación, violencia y bonhomía (en este caso ¿debería buscar otra palabra?), muerte y apuesta decidida por la vida.
Si consiguiera creerme que las actuales florences no van a tener que emplearse a fondo, y que sólo para tomar el sol y darse largos paseos por la arena tendrían que acercarse a Crimea, entonces, sólo entonces, podría ¡uf! quitarme este nudo que tengo aquí dentro… y dormir tranquilo.

Trasteando en casa



Tentado estoy de poner un cartel que diga “el último, que ponga rollo nuevo”, pero como me da vergüenza ajena, no lo voy a hacer. Seguiré pasando y reponiendo, qué le vamos a hacer. Es mi primera obligación cada mañana.
Ocurre lo mismo con el mobiliario “móvil”, valga la redundancia, y con la luz, ésta ciertamente inmóvil. Sillas revueltas y luz a rebosar, marcan las salas que han estado ocupadas en reuniones y actividades. Es como si se dijera, sin decirlo expresamente, el que venga luego que se apañe como pueda.
No hay diferencia en cuanto a de quién o quiénes se trate: madres de familia en sus ocios, provectos vecinos de comunidades aplicados a sus negocios, niños y niñas de catequesis o personal en actividades diversas. Incluso en el templo se nota: bancos movidos, restos de clines por los bajos y cachos de las tapas de los cancioneros, todo ello a modo de –salvando la muchísima distancia que existe entre lo huno y lo hotro– posbotellón verbenero de findesemana.
Ciertamente es gratificante ver que las cosas se usan. No lo es tanto percibir cómo se descuidan. Si quien sale del retrete pensara en el siguiente que va a utilizarlo, posiblemente no dejaría el rulo de cartón exangüe. Afortunadamente ya nadie fuma en interiores, por eso no hay que preocuparse de ventilar las salas; pero sillas ordenadas y papeles recogidos sería un toque de distinción y un detalle hacia los que vengan.
Pues es el caso que a mi señor arzobispo, don Ricardo, ya le han puesto el cartel, para que sepa a qué atenerse. No es que esté el panorama falto de papel higiénico; pero la sillería del complejo tiene un cierto orden incierto, los papeles están colocados de modo y manera inadecuada y de luces, pues qué se yo, tal vez los colores sean de otra época y estén ya desfasados. Así que en cuanto abra la puerta para entrar, va a ver esas advertencias.
Cuando llegué al pueblo recién estrenado mi curato, Vicente –mi antecesor– me había dejado escritas unas cosillas que él no pudo concluir, con indicaciones sobre cómo mejor rematarlas. Se lo agradecí, porque la experiencia se tarda en conseguir, y él tenía para dar y tomar. Yo no pude repetir el gesto, porque mi sucesión se produjo de otro modo y no dejé cabos sueltos. Eso creo, al menos. Pasé sin penas ni glorias. Tampoco hubo fiesta ni funeral.
Ahora bien, si yo estuviera en el lugar de “el tal Blázquez”, no me preocuparía en absoluto. Principalmente porque él ya sabe de sobra cómo está el patio, no en balde es repetidor. Pero también hay que tener en cuenta cómo es el personal de esta casa; salvo una minoría recalcitrante, tanto en un lado como en el otro, que persiste y resiste, la mayoría es dúctil y da siempre la bienvenida y se pone “a su disposición”; no importa si antes estuvo allí o acá, pensó esto o lo otro, hizo así o asá.
Este clamor me sobrepasa. Tanta loa no puede indicar nada bueno. ¿También él va a estar todo el santo día apareciendo en los papeles? Con uno que lo haga, debería bastar. Digo yo.

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