No lo busques, que te encuentra




Hubo un tiempo en este país, y creo que en otros muchos de nuestro entorno, en que ni dando rodeos conseguías evitar encontrarte con Dios. Estaba en todas partes. Te lo encontrabas en lugares abiertos como las plazas y las calles, y en cerrados como oficinas y escuelas. Lo percibías en el saludo, ¡Dios te bendiga! Y en las despedidas, ¡vete con Dios! Incluso desde pequeñitos éramos aleccionados a hacerlo presente conscientemente en los momentos que jalonaban nuestra vida más diaria: al levantarnos de la cama, al salir de casa, al pasar delante de una iglesia, al empezar la clase, al sentarnos a comer… y finalmente al apagar la luz de la mesilla.
No había ningún problema en hacerlo, como no lo teníamos con reconocer que de vez en cuando respirábamos para no morirnos por asfixia. Lo malo era otra cosa.
Lo malo es que en la mayor parte de las ocasiones hacer o sentir presente a ese Dios nos metía miedo. Mira que te mira Dios, nos decían. Mira que te está mirando… Porque, y esto se daba ya por supuesto, puede que en ese preciso momento estés haciendo algo que está mal y le vas a hacer enfadar o cuando menos a entristecer. Y mira tú que si es muy malo lo que haces y te mueres de repente, te condenas irremediablemente.
En fin, que no es que molestase que Dios ocupase todos los espacios y estuviese en todas las partes. Lo que no gustaba es que te vigilara los pasos y te mirara enfadado; el castigo podía llegar de un momento a otro.
Y solía llegar. Claro que no era Dios directamente quien te lo aplicaba. Era el prefecto, en el cole; tu papá en casa; el guardia en la calle; el señor cura en la parroquia… y así.
Resulta que Dios lo veía todo, pero quienes actuaban eran unos intermediarios. Y por el trato que recibíamos de estos asalariados o simples voluntarios, al fin y al cabo unos trabajadores por cuenta ajena, íbamos haciéndonos de Dios una idea poco grata. Era un presencia constante y agobiante. Ni escondiéndonos conseguíamos eludirla.
Afortunadamente llegó la democracia. Y pudimos entrar en el ayuntamiento como en nuestra propia casa. Incluso yo he tenido la satisfacción de sentarme en un escaño de concejal. Con dos. Ya sólo me falta que me cedan la palabra, y es posible que no tarde.
En esto otro he tardado un poco más, pero también he logrado normalizarme.
Claro que Dios está en todas partes. Nada se le oculta de mi vida y milagros. Incluso lo que pienso calladamente es para él patente y claro. Pero no más. Es como el aire que respiro o la fuerza del sol que me calienta; como el agua de la piscina en la que nado o la luz de la luna que ilumina. Ahí está, y aquí estoy. Ni me niega respirar, ni me quema si no quiero; no me ahoga ni me ciega… En fin, no sé cómo explicarme mejor.
Yo me siento bien sabiendo que respiro a Dios, que me calienta Dios, que me sostiene Dios y que me ilumina Dios. Y que si yo no le tengo miedo, él no pretende amedrentarme.
Pero es que además, igual que disfruto inspirando el aire fresco de la mañana, o sintiendo sobre mi piel el cálido abrazo del astro rey; del mismo modo que me relajo en el agua o salgo al patio a dejar que la luz me bañe a pesar de la nocturnidad; de una manera análoga me encuentro feliz de saber que desde que nací no he dejado de estar en el ámbito de Dios, en una especie de atmósfera que me cobija y sostiene, me acompaña y me cuida, me acuna y me susurra… Y que yo soy yo, y nunca he dejado, ni nadie me ha impedido, serlo.
Hoy es la Santa Trinidad. Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu. Todo un Dios que se me da del todo. Y estoy feliz de estar así y de saberlo. Aunque he de reconocerlo: no lo tengo presente siempre, sólo de vez en cuando.
Algo de esto es lo que hablaron en cierta ocasión un tal Nicodemo y Jesús de Nazaret. Lo cuenta el evangelio de San Juan (3, 1-21) y lo relata con bastante gracia este texto que pongo a continuación:


EL GEMIDO DEL VIENTO


Santiago - ¡A acostarse pronto, muchachos, que mañana hay que madrugar!
Pedro - ¡Ay, mis pies! ¡Esas tres jornadas de camino no se las deseo ni a mi suegra!
María - Pues quédense un par de días más. En la taberna hay sitio. Y más ahora que la gente comienza a regresar a sus pueblos.
Pedro - Que no, María, que ya tenemos que volver a Galilea. ¿Y sabes por qué? Porque se nos acabó el dinero. No tenemos ni un cobre.
María - Bah, si es por eso, no se preocupen. Mi hermano Lázaro se ha encariñado con ustedes. Si no pueden pagar ahora, se lo apunta para cuando vuelvan por acá. Porque ustedes volverán, ¿verdad que sí?

Estábamos recogiendo las cuatro baratijas que compramos durante la fiesta de Pascua en Jerusalén y despidiéndonos de Marta y María. Era ya de noche cuando Lázaro, el tabernero, llegó corriendo.

Lázaro - ¡Psst! ¿Alguno de ustedes lleva contrabando al norte?
Pedro - ¿Contrabando? ¿Estás loco? Las aduanas están muy vigiladas en estas fechas. ¿Por qué lo preguntas?
Lázaro - Porque tienen visita. Un pez gordo. Uno de los setenta magistrados del Sanedrín.(1) Está ahí fuera, con un par de guardaespaldas, preguntando por ustedes. Yo pensé que llevaban contrabando.
María - ¡Si lo llevan, disimulen bien, que para eso son galileos!
Lázaro - ¡Arriba, muchachos, alguno tiene que salir y dar la cara!
Santiago - Bueno, iré yo, a ver qué quiere. ¿Me acompañas, Juan?

Mi hermano Santiago y yo salimos a ver quién nos buscaba. En la puerta de la Palmera Bonita estaba esperándonos un hombre alto, con una larga barba canosa y envuelto en un manto de púrpura muy elegante. Lo acompañaban dos etíopes, con la cabeza rapada y una daga en la cintura.

Santiago - Vamos a ver, ¿en qué podemos servirle, señor?
Nicodemo - Quiero hablar con el jefe de ustedes.
Santiago - ¿Con el jefe? Aquí nadie es jefe de nadie. Somos un grupo de amigos.
Nicodemo - Me refiero a ese tal Jesús, el de Nazaret. E1 que hace las “cosas”.
Santiago - ¿El que hace qué “cosas”? Explíquese mejor.
Nicodemo - No vine a hablar con ustedes sino con él. Vayan y llámenlo.

Santiago y yo entramos nuevamente en la taberna…

Jesús - ¿Que quiere hablar conmigo? ¿Y qué buscará ese tipo?
Santiago - No me huele bien esto, Jesús. Es un fariseo importante, ¿sabes? Y me resulta muy raro que haya venido hasta aquí y a estas horas… Algo debe traerse entre manos…
Jesús - Bueno, vamos a ver de qué se trata.
María - No te demores mucho, Jesús. ¡Tienes la historia de los tres camellos por la mitad!

Jesús salió al patio donde lo esperaba el misterioso visitante.

Nicodemo - ¡Caramba, al fin te encuentro, nazareno! Quiero hablar unos minutos contigo, a solas.
Jesús - Sí, está bien. Pero si viene buscando contrabando, creo que perdió su tiempo. Lo único que me llevo de Jerusalén es un pañuelo para mi madre, que aquí los hay muy baratos.
Nicodemo - No, no se trata de eso, muchacho. Ahora te explicaré. Ustedes dos, espérenme allá.

Los dos etíopes se alejaron como a un tiro de piedra…

Nicodemo - Algún rincón habrá por aquí para conversar, digo yo.
Jesús - Debajo de aquella palmera estaremos bien. ¡Vamos!

Desde el fogón vimos a Jesús alejarse hasta una esquina del patio. Las nubes corrían rápidas en el cielo, empujadas por el viento de la noche que gemía entre los árboles.

Jesús - Usted dirá…
Nicodemo - Me llamo Nicodemo, Jesús.(2) Soy magistrado en el Tribunal Supremo de Justicia. Mi padre fue el ilustre Jeconías, tesorero mayor del templo.
Jesús - ¿Y qué quiere de mí un hombre tan importante?
Nicodemo - Comprendo que te extrañe mi visita. Aunque ya te habrás imaginado a lo que vengo.
Jesús - Debo tener poca imaginación porque, francamente, no tengo ni idea de lo que usted quiere de mí.
Nicodemo - No quiero nada de ti. En realidad, vengo a ayudarte.
Jesús - ¿A ayudarme?
Nicodemo - Digamos que será una ayuda mutua. Un beneficio mutuo, ¿comprendes?
Jesús - Como no hable más claro, no me entero de nada.
Nicodemo - Jesús, sé muchas cosas de ti. Mira, lo que hiciste en la piscina de Betesda ha corrido ya por toda la ciudad. Sí, no pongas esa cara. Lo del paralítico que echó a andar, así por las buenas. Sé también que has hecho otras cosas parecidas por allá, por Galilea: un loco, un leproso… hasta dicen que levantaste una niña muerta en mitad del velorio. También al Sanedrín han llegado estos rumores.
Jesús - Uf, qué pronto corren las noticias en este país, ¿eh?
Nicodemo - Como ves, te he seguido bien la pista. Y te felicito, Jesús.
Jesús - Sigo sin entender de dónde viene usted y a dónde quiere ir a parar.
Nicodemo - Vamos, vamos, no disimules. Reconozco que para ser trucos están muy bien hechos. No me dirás que son milagros… tú no tienes cara de santo. Está bien, está bien. Comprendo que desconfíes de mí. Pero vamos al grano. A fin de cuentas, a mí me da lo mismo que sean trucos tuyos o milagros de Dios o si es la cola del diablo la que está metida en esto. Para el caso es igual. El pueblo no distingue una cosa de otra. La gente sufre demasiado y necesita ilusionarse con algo. Y en eso tú eres un maestro, en el arte de entusiasmar al pueblo. En fin, te propongo un negocio, Jesús de Nazaret. Podemos asociarnos y las ganancias irían a medias. O también, si prefieres, puedo darte una cantidad fija, por ejemplo… cincuenta denarios. ¿Te parece poco? Sí, no es demasiado, pero… Digamos setenta y cinco… ¿Más todavía? Me parece exagerado tanto dinero para un campesino porque después se lo beben en las tabernas, pero, en fin, porque me has caído simpático, podría subir hasta cien denarios. Trato hecho. Ahora te explicaré lo que quiero que hagas… Oye, ¿de qué te ríes?
Jesús - De nada. Es que me hace gracia…
Nicodemo - Sí, ya sé, ustedes los galileos tienen el colmillo retorcido como el jabalí. Está bien. A mí parece que cien denarios es un buen salario para un mago, pero… está bien, pon tú mismo el precio. ¿Cuánto quieres? Créeme, muchacho, tu asunto me interesa más que ninguno.
Jesús - Sí, sí, ya veo, pero… pero no me sirves para este asunto, Nicodemo.
Nicodemo - ¿Cómo? ¿Por qué? Te digo que te puedo dar mucho dinero y no miento.
Jesús - No, no es por eso.
Nicodemo - Entonces, ¿qué?
Jesús - Bueno, que… que eres muy viejo.
Nicodemo - Por eso mismo, muchacho. Dicen que hasta el diablo sabe más por viejo que por diablo. Con mi experiencia y tu habilidad podremos llegar muy lejos.
Jesús - No, Nicodemo. Te digo que necesito gente joven.
Nicodemo - Bueno, yo tengo ya unos cuantos años en las costillas, ésa es la verdad, pero… de salud no estoy tan mal. Todavía me defiendo.
Jesús - Nicodemo: necesito niños.
Nicodemo - ¿Niños? Vamos, vamos, Jesús, deja los niños en la escuela y hablemos de cosas serias.
Jesús - Te estoy hablando en serio, Nicodemo. Me hacen falta niños. Si quieres meterte en este asunto tendrías que… que nacer otra vez. Eso, volver a ser niño.
Nicodemo - Ya me habían dicho que eras muy chistoso, nazareno. Bueno, como tú te sabes tantos trucos, a lo mejor puedes hacerme entrar otra vez en el vientre de mi madre para que me vuelva a parir. En fin, volvamos a nuestro negocio. Como te iba diciendo, se trata…
Jesús - Te has hecho viejo amasando dinero, Nicodemo. Y te ha salido un callo en el corazón y otro en las orejas. Por eso no comprendes. Por eso no oyes el viento.
Nicodemo - Oye, yo estoy viejo, pero no sordo. El viento si lo oigo. Pero a ti no te entiendo ni una palabra. ¿Qué es lo que me quieres decir? ¿Que el dinero no te interesa? ¿Es eso? Ah, ustedes los jóvenes no tienen arreglo. Todos dicen lo mismo. Claro, cuando tienen a papá detrás: “el dinero, ¿para qué?, el dinero es lo de menos”… Después, cuando madura la fruta, se dan cuenta de que con el dinero se consigue casi-casi todo en esta vida… Pero, en fin, si eres tan poco ambicioso, me guardo mis denarios. Peor para ti.
Jesús - No, no, no te los guardes, no dije eso.
Nicodemo - Ah, pícaro, ya sabía yo que acabarías mordiendo el anzuelo. Estaba seguro que este negocio te interesaría. Verás, podríamos comenzar con una presentación en el teatro… o en el hipódromo, que cabe más gente… o también… Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Estás alelado, o qué?
Jesús - Nicodemo, ¿no oyes el viento? Él trae la queja de todos los que sufren, de todos los que mueren llamando a Dios para que haga justicia en la tierra. ¿Cómo puedes guardar tu dinero y hacerte sordo al quejido que trae el viento? Escucha… Es como el grito de una mujer que da a luz… Está naciendo un hombre nuevo, un hombre que no vive para el dinero sino para los demás, que prefiere dar a recibir.
Nicodemo - Ahora sí que no entiendo un comino.
Jesús - Claro, para entender tendrías que elegir.
Nicodemo - ¿Elegir? ¿Elegir qué?
Jesús - No se puede servir a dos señores a la vez. Elige entre Dios y el dinero. Si escoges a Dios, entenderás el quejido del viento y el viento te llevará hasta donde ahora no puedes imaginarte. Si escoges el dinero, te quedarás solo.
Nicodemo - De verdad, no sé de qué me hablas.
Jesús - Tú deberías saberlo. Tú que tienes tantos títulos, ¿no entiendes lo que está pasando? El pueblo está reclamando su derecho. Queremos ser libres como el viento. Queremos ser felices. Queremos vivir.
Nicodemo - Jesús de Nazaret, ya sé lo que eres: ¡un soñador! Pero ese mundo con que sueñas nunca llegará.
Jesús - Ya ha llegado, Nicodemo. Dios quiere tanto al mundo que ha puesto manos a la obra. ¡El Reino de Dios ha comenzado ya!
Nicodemo - Bájate de las nubes, muchacho, sé realista, muchacho. Te lo digo yo, que ya tengo los dientes amarillos. Piensa en primer lugar en ti y en segundo lugar también. Después de ti, el diluvio. Las cosas son como son. Y seguirán siendo así.
Jesús - No, Nicodemo. Las cosas pueden ser distintas. Ya lo están siendo. Allá en Galilea hemos visto a gente muy pobre compartiendo lo poco que tenía con los demás. ¿Tú no querías ver milagros? Pues baja de tu cátedra de maestro y ve allá a nuestro barrio. Te aseguro, Nicodemo, que aprenderás a hacer el milagro más grande de todos, el de compartir lo que uno tiene.
Nicodemo - Sí, desde luego, estás chiflado. No me cabe duda. Pero reconozco que oyéndote hablar…
Jesús - Mira arriba, Nicodemo… ¿no la ves?

La luna llena del mes de Nisán, redonda como una moneda, esparcía su luz blanquísima sobre el patio de la taberna.

Jesús - Mírala… Brilla como tu dinero. Pero, ¿sabes lo que hizo Moisés, allá en el desierto? Tomó el bronce de las monedas y con él fabricó una serpiente y la levantó en mitad del campamento. Y los que la miraban quedaban curados de la mordedura de las culebras. La culebra del dinero te ha picado, Nicodemo. Tienes el veneno dentro. Si tú quisieras curarte…

Nicodemo se quedó en silencio, mirando aquella luna de bronce. El puñado de monedas que llevaba en el bolsillo le pesaba ahora como un fardo. Se sentía más viejo y más cansado que nunca, como si toda su vida no hubiera sido más que un poco de agua que se les escurría entre las manos.

Nicodemo - ¿Tú crees que para un hombre viejo como yo… todavía… todavía hay esperanza?
Jesús - Sí, siempre hay esperanza. El agua limpia y el espíritu renueva…(3) Si tú quisieras…

El viento siguió soplando entre los árboles. Venía de muy lejos y arrastraba las palabras de Jesús muy lejos también, hasta más allá de las montañas. Cuando Nicodemo dejó la taberna y se puso en camino hacia Jerusalén, el viento lo acompañó en su regreso.



Juan 3,1-21




1. El Sanedrín era el órgano supremo del gobierno judío. Funcionaba también como Corte de Justicia. Interpretaba el significado de la Ley. Estaba compuesto por 71 miembros, que debían tener un conocimiento profundo de las Escrituras para dar las sentencias. Los sanedritas del grupo fariseo habían copado los puestos administrativos del organismo y tenían dentro de él una gran influencia. También la tenían los saduceos. Los sanedritas eran personas privilegiadas dentro de la sociedad como dueños del saber y de todo el poder que les daba el interpretar las leyes. Eran generalmente muy ricos. Cuando en el evangelio de Juan se habla de “los jefes de los judíos”, se hace referencia a hombres que ocupaban cargos político-religiosos en el Sanedrín. En tiempos de Jesús, el Sanedrín era un órgano de poder político, social y económico muy corrompido.

2. Nicodemo es nombrado únicamente en el evangelio de Juan. Es una de las pocas personas integrantes de la institución religiosa que estableció una relación amistosa con Jesús. Pertenecía a la clase adinerada de la capital y al grupo fariseo del Sanedrín, del que actuaba como consejero.

3. En el diálogo entre Jesús y el influyente fariseo Nicodemo, que solamente recoge el cuarto evangelio, Juan emplea varios temas teológicos: agua y Espíritu, lo que viene de arriba y lo que es de la tierra, luz y tinieblas. También emplea símbolos: la serpiente de Moisés, el viento. Esto  indica que, más que de una conversación real, se trata de un esquema teológico. A Nicodemo, Jesús le habla de renacer, de transfomarse en un “hombre nuevo”. En el bautismo cristiano se ha empleado tradicionalmente la fórmula que Jesús empleó con Nicodemo: renacer por el agua y el Espíritu. El agua, símbolo de la vida, y el espíritu -en hebreo, espíritu y viento se dicen con la misma palabra: “ruaj”-, símbolo de libertad, hacen nuevos al hombre y a la mujer. El tema del hombre nuevo es frecuente en las cartas de Pablo (Colosenses 3, 9-11; Efesios 8, 2-10 y 4, 20-24).

[«Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 1, págs. 417-424]





Ocurre, sin embargo, que hoy ya peino canas, que hace 39 años que me ordenaron de cura, y que sigo en lo mismo mientras el cuerpo… y el alma aguanten.
No sé si Teilhard de Chardin tenía razón y Dios es todo el Universo, o sólo rellena los espacios vacíos, o qué.
Si Dios está ahí fuera, sé que también lo llevo dentro. Y estoy más con San Agustín, que decía: «Tú, Señor, eres lo más interior de lo más íntimo mío y lo más superior de lo más supremo mío» (Confesiones VII, 11).

 

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