¡Santiago y cierra, España!


De Santiago no creo que quede algo por decir, tras tantos siglos de historia, literatura, arte y piedad. Mucho será inventado y algo, quizás muy poco, verídico. Incluso el pasaje evangélico en que su madre pretende recomendar el ascenso de los “Boanerges” –los hijos del trueno– más parece una catequesis posterior mediante la cual se quiere inducir al servicio y no a ambicionar los puestos de honor, que utiliza a Juan y Santiago, Salomé incluida, como meros figurantes.
En todo caso, de ser real la situación, Santiago aprendió la lección con nota alta, si tenemos en cuenta su Carta y el testimonio que de él dan Hechos de los Apóstoles. Y esto es lo que me importa, no el resto. Claro que a tanta distancia cronológica resulta complicado dilucidar lo que es tradición, pura fantasía y piadosa reconstrucción. Aprendí en el colegio a ver como normal que Santiago dirigiera las huestes cristianas contra el bando enemigo, apareciera como peregrino para auxiliar a los que cumplían sus votos caminando hacia Compostela, incluso trazara sobre el firmamento una senda de estrellas por si alguien no atinaba a encontrar Finisterrae.
Lo que está fuera de duda es que el día 25 de julio es jornada laboral, que no entiende de otra cosa que no sea trabajo, trabajo y trabajo. Así que Santiago ha pasado de ser fiesta mayor a nada según el calendario. Quienes han aprovechado para señalarse como ausentes en protocolos y ceremonias, podrían también solicitar que lo religioso igualmente desapareciese del nomenclátor, y edificios, calles, pueblos y ciudades se denominaran según su posición respecto de la rosa de los vientos o por simple numeración. Así la planicie terminaría por arruinarnos a todos.
¿Cómo le sentaría al apóstol, si realmente pretendió puestos de postín, ser ninguneado de esta guisa? A él creo que ni le va ni le viene, simplemente pasa de estas y de otras cosas. De hecho ya lo hizo y queda constancia de ello. Pero si él tenía muy altas miras, yo carezco de ellas; y me importa mucho que se vacile con lo que, por supuesto que es asunto religioso, es mucho más amplio: historia, cultura, tradición, en suma, nuestras raíces como pueblo.
Aligero, pues, mi malestar transcribiendo de manera libérrima un pasaje evangélico en el que Santiago parece no salir muy bien parado. Y ya he dicho antes que supo sacarle partido.

Santiago y San Juan Apóstoles, hijos de Zebedeo. Maestro de la Ventosilla. Museo de las Peregrinaciones. Santiago de Compostela


A LA DERECHA Y A LA IZQUIERDA


Cuando salimos de Cafarnaum, camino de Jerusalén, el sol ya calentaba. Íbamos los doce del grupo con María, la madre de Jesús, su vecina Susana, mi madre Salomé, y María, la de Magdala.(1) Jesús abría la marcha. Caminaba de prisa. La primavera, con sus colores, vestía los campos de Galilea. Cuando ya era oscuro, llegamos a Jenín y decidimos hacer noche en uno de los campos que rodean la pequeña ciudad, en la frontera entre Samaria y Galilea.

Salomé - Con estos huesos de pollo que me traje, hago yo una sopa que se van a chupar los dedos. ¿Qué les parece?
Susana - Buena idea, Salomé. La noche va a ser fría. Y si les calentamos la tripa a estos sinvergüenzas dormirán mejor. Eh, tú, muchacha, ve y trae un puñado de tomillo. Eso le da sabor a la sopa.

La Magdalena fue a buscar el tomillo mientras Susana, Salomé y María, junto al fuego, preparaban la cena de aquella primera noche de viaje.

Salomé - Lo que es esa Magdalena… se gasta unos andares y unas miradas…
Susana - Y tanto, Salomé. Dice Jesús que ha cambiado mucho, pero también mi abuela decía que genio y figura hasta la sepultura.
Magdalena - Aquí está el tomillo…
Salomé - Trae, trae acá. Pero, ¿qué hierbas son éstas, muchacha? Esto no es tomillo.
Magdalena - Que sí, doña Salomé. Huélalas. Es tomillo.
Salomé - Bueno, échalas ahí en el caldero. Lo que no mata, engorda.
María - Vamos a sacar un poco de queso también, ¿no?
Salomé - No, María, con la sopa y esas aceitunas ya tienen bastante.
Magdalena - ¡Pues dice Pedro que tiene un hambre!
Salomé - Ese siempre la tiene. No se llena con nada. Parece un saco sin fondo.
Magdalena - ¡Y así está de fuerte el tipo! Por algo Jesús lo tiene de brazo derecho…
Salomé - Brazo derecho, ¿de qué?
Magdalena - Bueno, después de Jesús, Pedro.
Salomé - Pero, ¿de dónde te sacas tú eso, Magdalena, a ver?
Magdalena - ¿Que de dónde me lo saco? ¡Si eso lo sabe todo el mundo! ¿No lo sabía usted, doña María, eh, usted que es la madre de Jesús, él no se lo ha dicho?
María - No, yo no sabía nada, pero…
Salomé - ¡Eres una enredadora, Magdalena, una lengua larga!
Magdalena - ¿Yo? ¿Ah, con que soy yo la enredadora? Doña María, ¿no es cierto que Jesús con quien tiene más confianza es con el tirapiedras?
María - No sé, yo creo que con todos, Magdalena. Yo no me he fijado mucho en eso, la verdad.
Magdalena - Pues fíjese, a ver si yo soy la enredadora o esta Salomé es la desconfiada, ¡qué caramba! Que yo oí decir por ahí y fue a sus mismos hijos, sí, sí, a Santiago y a Juan, esas buenas piezas, que si a Jesús le pasaba alguna desgracia, que Dios no lo quiera, al que le tocaba agarrar el timón del barco era a Pedro.
Susana - ¡Ay, muchacha, no hables ahora de desgracias!
Magdalena - Bueno, pues me callo, pero la verdad es que estamos metidos en un lío gordo con este viaje a Jerusalén. Sí, Jesús ahora saca la cara por todos, pero si a él le pasa algo, al que le toca sacarla es a Pedro.
Salomé - ¡Dale con lo mismo! ¿Pero, por qué Pedro, a ver, por qué?
Magdalena - Mire, señora, Jesús tiene buen ojo y, entre todos estos bandidos ha sabido escoger al que es un tantico así más decente, caramba. Ese Pedro tiene sus cosas, sí, pero también tiene palabra. No es como «otros».
Salomé - ¿Por quién dices «eso»?
Magdalena - Por… «nadie».
María - Bueno, dejen ya de provocarse. Anda, muchacha, ve a decirle a los hombres que vengan, que la sopa está hirviendo.
Magdalena - ¡Eh, Jesús! ¡Eh, todos, vengan a comer! ¡Vengan ya!
Salomé - Pero, ¿has visto tú, María, y tú, Susana, cómo esa tipa defiende a Pedro? ¡Descarada! Ramera había de ser… ¡Se le sale por los poros la desvergüenza!
María - Olvide eso, Salomé. Yo creo que no lo ha dicho por malo.
Salomé - No me la defiendas, María. Esa no pierde ocasión de tirarle zancadillas a mis hijos. ¡Buena zorra! ¡Con todo lo que les ha ido detrás!
Susana - Sería para cobrarles…
María - Cállate, Susana, no enredes más la cosa.
Salomé - Yo no sé, María, pero con esta mujer entre tanto hombre…

Por fin, después de idas y venidas, todos nos reunimos alrededor del caldero de sopa.

Felipe - ¡Esta sopa merece un aplauso, sí señor!
Natanael - ¡Está tan buena que hasta se me ha olvidado el dolor de los callos!
Pedro - Pues yo le encuentro un saborcito un poco raro…
Juan - Ideas tuyas, Pedro.
Santiago - ¡Ahora lo que falta es vino!
María - Mañana lo compraremos en Siquem. Allí lo hay bueno.
Santiago - Puah! El vino samaritano sabe a purgante de ricino.
Felipe - Ya salió Santiago con sus manías. Ea, dejemos a los  samaritanos y vamos a echar los dados, compañeros. ¿Juegas, Jesús?
Jesús - Cuando acabe de chuparme este hueso, Felipe. Empiecen ustedes.

Jesús se quedó sentado cerca de las brasas, mientras las mujeres recogían las sobras y guardaban los pedazos de pan para el día siguiente. Nosotros nos alejamos un poco, hasta donde la luna, con su media rueda de luz blanca, nos iluminaba lo suficiente para que nadie hiciera trampas con los dados.

Jesús - ¿Qué, mamá, muy cansada?
María - No, qué va, hijo. Hacía tiempo que no caminaba tantas millas de un tirón y, ya ves, he aguantado.
Susana - ¿Sabes una cosa, Jesús? Que tu madre tiene años, pero todavía conserva piernas de jovencita. En cambio, ésta que está aquí, ya se cae de sueño…

En la rueda de los hombres, el juego de dados seguía calentándose…

Felipe - Ocho! ¡Esta vuelta la gano yo! ¡Yujuy! ¡Estoy de suerte, camaradas!
Santiago - ¡Al diablo contigo, Felipe! Ea, Pedro, abre tú, que te toca.
Pedro - No, mejor que abra otro. Yo… yo voy a tener que irme…
Santiago - Pero, ¿qué te pasa, hombre?
Pedro - Tantas horas sin comer nada y, ¡zas!, de repente esa sopa que tenía un saborcito tan raro…
Felipe - Pero si estaba muy buena. A mí me calentó las tripas.
Pedro - Pues a mí me las ha revuelto. Uff… Es como una tormenta en el lago de Tiberíades. Miren, mejor voy a resolver este asunto por ahí porque si no…
Juan - ¡Vete lejos, tirapiedras, por tu abuela!
Felipe - ¡Y vuelve pronto!

Pedro se alejó hacia un pequeño olivar y se perdió entre los árboles…

Salomé - Mira ésas tres… Ya están roncando.
Jesús - Sí, Salomé, se les quedó la palabra colgada de la boca.
Salomé - Oye, Jesús, ahora que estamos solos, yo quería decirte algo.
Jesús - Pues dígalo, Salomé.
Salomé - Ven, vamos allá para no despertar a estas dormilonas. Ven.

Mi madre y Jesús fueron hacia el pequeño olivar y se sentaron junto a un árbol.

Salomé - Se trata de esa magdalenita, Jesús. ¡Caramba con la «niña»!
Jesús - ¿Qué pasó? ¿Han estado discutiendo?
Salomé - A mí no me gusta hablar, moreno, pero esa mujer y Pedro… No es que yo quiera ser mal pensada, pero, o Pedro la engatusa a ella, o ella está engatusando a Pedro. Aquí no hay trigo limpio.
Jesús - Pero, no me diga una cosa así, doña Salomé.
Salomé - ¡Ay, si Rufina hubiera venido! Sí, sí, el asunto es con Pedro. Para Magdalena, Pedro lo tiene todo. Que si fuerte, que si el más valiente de todos, que si es el mejor… Se le nota demasiado, Jesús. No lo sabe esconder. ¡Y cómo va a saber! Tantos años en el oficio… Bueno, no es que yo quiera perjudicarla, pero esa mujer es peligrosa.
Jesús - ¿Usted cree, doña Salomé?
Salomé - Y lo peor no es eso. Ahora anda regando que tú dijiste que el tirapiedras es tu brazo derecho. Y que, después de ti, Pedro. Pero yo digo que eso no puede ser. Yo no puedo creerlo. Tú y todos conocemos a Pedro: mucho ruido y pocas nueces. Un alocado, eso es. ¡Dice ella que valiente! ¡A ése con un estornudo lo espantan! En fin, ¿para qué hablar?
Jesús - No, no, siga hablando.
Salomé - Mira, Jesús, dicen que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Y yo tengo ya canas, moreno. ¿Quieres un consejo?
Jesús - A ver, doña Salomé, venga ese consejo.
Salomé - Con un brazo derecho como Pedro… ¡mejor es estar manco! Jesús, tú necesitas un brazo derecho y un brazo izquierdo. Dos buenos brazos dispuestos, firmes, que te ayuden y te defiendan.
Jesús - ¿En quién está pensando usted?
Salomé - En mis hijos. Y no porque lo sean, sino porque lo valen. Santiago y Juan son capaces de dar hasta la última gota de sangre por ti, si hace falta. Jesús, hazme caso: quítate de encima a ese baboso de Pedro y apóyate en mis hijos. Uno a tu derecha y otro a tu izquierda.
Pedro - ¡Así te quería agarrar, vieja traidora! ¡Maldita sea con esta Salomé! ¡Aquí todos, aquííí!

Los gritos estentóreos de Pedro estremecieron el olivar y nos pusieron a todos en pie, a los que jugábamos a los dados y a las tres mujeres, que ya dormían. Todos echamos a correr hacia donde Pedro, desgañitándose, nos llamaba.

Jesús - Pero, Pedro, ¿de dónde sales tú? ¿Dónde estabas metido?(2)
Pedro - Allá, detrás de aquel árbol. ¡Y lo he oído todo!
Salomé - ¿Y se puede saber qué estabas haciendo tú ahí, condenado?
Pedro - Algo más digno que lo que ha estado haciendo usted, para que se entere. ¡Aquí todos! ¡Corran y arránquenle la lengua a esta bruja!
Santiago - Pero, ¿qué es lo que pasa, caramba? A qué viene esta gritería, Pedro?
Pedro - ¿Que qué pasa? ¡Que tu señora madre es una marrullera y una conspiradora! ¿Sabes lo que dijo? Que la Magdalena y yo tenemos «algo».
Magdalena - ¿Cómo? ¿A mí me metieron en el lío? Demonios, pero, ¿qué hice yo? A ver, ¿qué hice yo para que usted me tire esa zancadilla, Salomé?
Santiago - ¡Cállate tú ahora, María, y no enredes más la cuerda!
Pedro - La cuerda la enredó tu señora madre, ¿me oyes? Y fuiste tú, pelirrojo, y tú, Juan, mosquita muerta, ustedes dos, ¡par de sinvergüenzas!

Nos dio mucho trabajo bajarle los humos a Pedro y que nos explicara lo que había oído entre aquellos árboles. Mientras hablaba, mi madre, Salomé, no levantó los ojos del suelo.

Felipe - ¿Anjá? ¿Con que todo eso dijo Salomé?
Pedro - Sí, señor. Esta vieja merece que la ahorquen.
Santiago - Espérate, Pedro, si tú te rascas tanto, es que mucho te ha picado.
Pedro - ¿Qué estás insinuando ahora?
Santiago - Tú eres el que estás insinuando cosas muy raras. A ver, ¿quién diablos dijo que tú eras el brazo derecho de nadie?
Pedro - ¡Lo dijo Jesús cuando viajamos al norte! ¿Ya no te acuerdas?
Juan - ¡Eso no lo dijo el moreno! ¡Eso es lo que tú quisieras, narizón! ¡Pero no lo dijo!
Pedro - ¿Lo ven ustedes? ¡Son igualitos que su madre! ¡Conspiradores los dos! ¡Ustedes la mandaron para que hablara mal de mí!
Santiago - ¡Como vuelvas a mentar a mi madre, Pedro, te quedas sin barba!
Pedro - ¡Atrévete, Santiago, que esta noche no me acuesto sin estrangularte!
Magdalena - Bueno, bueno, todo esto empezó por mi culpa, ¿no? ¡Pues me largo! Ahora mismo doy media vuelta y…  ¡a Cafarnaum!
Jesús - No, María, tú no te vas a ninguna parte.
Pedro - Aquí la única que se tiene que ir es esta vieja chismosa. ¡Y sus dos hijitos!
Jesús - Aquí no se va nadie, Pedro. Ni Salomé, ni María, ni ustedes dos, ni nadie. ¡Ya está bien, caramba! Es la primera noche que estamos juntos y ya nos estamos picando como los gallos. Vamos a Jerusalén y allí las cosas se nos van a poner difíciles. Tenemos que estar unidos. Si llega el momento del mal trago, todos tendremos que beber la misma copa. Todos. Entre nosotros hay que acabar con eso de brazos derechos y brazos izquierdos. Aquí nadie es más que nadie. Todos estamos montados en la misma barca y todos tenemos que remar para salir adelante. ¡O salimos a flote todos o nos hundimos todos!
Juan - ¡Y saldremos a flote, moreno! Es verdad, compañeros, Jesús tiene razón. Y ahora… ¡ahora vámonos a otra parte, que el perfume que hay aquí no hay quien lo aguante!

Aquella noche nos costó dormirnos a todos. Pedro rezongó hasta muy tarde. Y mi madre, Salomé, dio vueltas y vueltas antes de quedar rendida. Estábamos muy cansados. A la mañana siguiente, teníamos que madrugar para continuar nuestro viaje a Jerusalén.



Mateo 20,20-28; Marcos 10,35-45.


1. Los evangelios dejan constancia de que varias mujeres formaban parte del grupo de Jesús y le seguían cuando iba de pueblo en pueblo anunciando el Reino de Dios (Marcos 15, 40-41; Lucas 8, 1-3). En una sociedad masculina y machista como era Israel en tiempos de Jesús fue totalmente novedoso, y hasta chocante, que Salomé, Susana, María Magdalena -y otras mujeres más que seguramente irían con ellos- acompañaran a los discípulos varones del grupo de Jesús. Las palabras y las actitudes de Jesús respecto a las mujeres chocaron profundamente con las costumbres de su época. La Iglesia cristiana, para ser fiel a Jesús, debe ser un espacio de verdadera igualdad entre varones y mujeres, donde nadie se sienta discriminado por su sexo a la hora de realizar las tareas de servicio a la comunidad.
En el grupo de Jesús, como en cualquier grupo humano, no todo sería una balsa de aceite. Habría ambiciones, rencillas, sospechas, desconfianzas, mentiras. No siempre dramáticas. Basta con que fueran conflictos cotidianos, para que la convivencia sufriera altibajos. Así sucede en toda relación humana colectiva. Concretamente, la presencia de la Magdalena tuvo que ocasionar muchos choques, por todo lo que representaba su oficio para el resto del grupo. Jesús no eludió estos conflictos. Al reunir a gente tan diversa, incluso los propició. Estas crisis al interior de la comunidad pueden a veces ser muy saludables, pues hacen aflorar las contradicciones y permiten avanzar al grupo en el conocimiento, tanto de sus posibilidades como de sus limitaciones.
Jesús no pretende que estos conflictos desaparezcan. En lo que sí se muestra exigente es en que nadie quiera elevarse por encima de nadie. En la comunidad no debe haber ningún privilegio, ninguna opresión de unos sobre los otros, ninguna diferencia basada en mayor inteligencia, más habilidad o cualquier otra razón. Frente al modelo «señor-esclavo» que los poderes del mundo tratan de mantener –tanto en tiempos de Jesús como en nuestros días–, el evangelio se presenta como una alternativa. Se trata de crear una comunidad donde este esquema de dependencia sea sustituido de raíz. Comunidades en que todos los que las integran vivan como iguales, donde la única autoridad sea la de Dios, donde sólo se rivalice en cuanto a servir mejor a los demás. Las comunidades cristianas deben ser la conciencia crítica de nuestras sociedades, basadas en el poder, los privilegios y las desigualdades.
En este episodio, más que plantear el problema surgido por las envidias de Salomé como un complot «para tomar el poder» o como una trascendental intriga política, se intenta enfocar la escena desde un punto de vista mucho más cotidiano. El típico prejuicio moral, la pequeña ambición maternal de ver progresar a los hijos, la envidia que no se puede disimular, son la causa del conflicto.

2. La escena de humor protagonizada por Pedro detrás del árbol está inspirada en un texto del Antiguo Testamento, en el que David vive una situación similar cuando es perseguido por Saúl (1 Samuel 24, 1-8). La Biblia está llena de escenas picarescas que caracterizan la vida diaria y que no son, por cierto, insípidas ni incoloras ni inodoras…

Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 726-733]

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Sancho Sandalias Sandro Magister Sangre Sanidad Sansón Santa Ana Santa Clara de Asís Santa Espina Santa Marta Santa Mónica Santa Teresa Santiago Santiago Agrelo Martínez Arzobispo de Tánger Santidad Santos Santos Cirilo y Metodio Santos Padres Sara Saramago Saulo Scott Fitzgerald Seattle Seguimiento Segundo Montes Selecciones de Teología Semana Santa Seminario Sentimientos Seriedad Servicio Jesuita a refugiados SGAE Shakespeare Shūsaku Endō SIDA Siega Siesta Silencio Siloé Silverio Urbina Silvia Bara Silvio Rodríguez Simancas Simone de Beauvoir Sínodo Siquem Siria Sócrates Sol Sola Soledad Solentiname Solidaridad Soltería Somalia Sopa Soria Sorolla Sotillo del Rincón Stéphane Hessel Stephen Hawking Sudor Sueños Sumisión Suni Sur T. 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